De camino a casa Rylan ha tenido tiempo suficiente para que las ideas den vueltas en su cabeza. Esto hace que su corazón se comprima, volviéndose más pequeño, como cuando era un niño. Entra en su cuarto y cierra la puerta. Solo, en la oscuridad de su habitación a pocos pasos de su cama, se sienta en ella y contempla la nada en silencio. Las ganas de desaparecer regresan. Aún no comprende el porqué se ha esforzado tanto en pertenecer a una familia. No deja de sentir culpa, su edad es testigo, no debe seguir en el cruel intento de ser aceptado por su padre, y mucho menos esperar a que su madre pida perdón, sabe que ninguno de los dos volverá a ser lo que recuerda. Ya no es un pequeño, sin embargo, siente que le han arrebatado su vida desde entonces. Ha vagado sin rumbo por querer recuperarse a sí mismo. Quisiera volver a drogarse hasta no reconocerse. Desea, desesperadamente, olvidar, es lo minimo que pide, porque desde hace mucho tiempo que no le encuentra sentido a vivir. Abre los ojos y busca encender la luz. Le parece estúpida y desagradable la idea de volver a su rutina, como si nada. Busca en su armario el uniforme del trabajo. Toma entre sus manos el desodorante y mira su reflejo en el espejo. «¿Por qué sigo viéndote?» recuerda las últimas palabras de su madrastra. Aprieta el envase plástico con fuerza. Desde esa visita a su padre no ha sido capaz de volver a la ciudad. En su reflejo solo ve desprecio. Rompe el espejo al lanzar el objeto que tenía en su mano.
—Porque no es tan fácil desaparecer —susurra. Cada pensamiento lo deprime más. Sabe bien que no debería darle tanto peso a las palabras, pero no se encuentra, otra vez se siente a la deriva, sin rumbo—. Toda una vida perdida viviendo para los demás —repite las palabras que Nando una vez le dijo. Reconoce que su amigo siempre ha tenido razón, no importa cuanta rabia le cause admitirlo, ni cuánto intente negar la realidad.
Revisa la hora en su celular. Hoy llegará tarde al bar. No le da tiempo ni de darse una ducha, pero debe, aún puede oler el humo del cigarro impregnado en su ropa. Un pensamiento fugaz lo hace buscar el video de la banda compartido por su madre. Entra en el perfil de Sara. Contempla las fotos que ha compartido. Luce como una familia perfecta. Ella, su esposo y sus dos hijos. Rylan deja caer el celular en la cama. Nunca había sido capaz de revisar, aunque sabía que tenía hermanos, por palabras de su padre. Sonríe con tristeza. Tener cuatro hermanos y no conocer a ninguno, porque no perteneces a ningún hogar.
—Rylan. —La abuela llama su atención antes de partir—. Necesito hablar contigo —Su rostro luce triste y preocupado.
—Ahora no, tengo que irme al trabajo.
—Pero esto es urgente, ¿no puedes faltar esta noche?
—Alguien tiene que mantener esta maldita casa —dice molesto al cerrar la puerta. Ya sabe lo que le espera. No puede parar su noche por otro regaño.
Alicia recoge todo en las maletas. No va a esperar que Ana llegue para continuar con la discusión. Ubica un taxi y se muda al hotel más lejano que encuentra, para que a nadie le queden ganas de visitarla los dos días que le quedan en este pueblo. Desempaca lo necesario para tomar una tina caliente. Desde un principio tuvo que buscar un hotel así, apartado, tranquilo. Regresará a casa y tendrá que tomar otras vacaciones, más cortas, para recuperarse de lo exhausta que la han dejado estas. Siente pesar de no haber aprovechado el tiempo para descansar.
Baja al restaurante del hotel para cenar algo ligero y pedir una bebida. En su mente mantiene un monólogo consigo misma para evitar a toda costa ir al bar para ver a Rylan. Aún no sabe cómo hará para entregarle la guitarra, tampoco el porque la tomó en primer lugar, en vez de dejar que sus amigos le hicieran el favor. Cree que lo conveniente para ambos sería no volverse a ver, no podrá evitar quererlo si lo tiene cerca.
La señora Elisa camina de un lado a otro en la sala de estar. Hamel la mira desde el sillón. La impaciencia de la abuela la pone nerviosa. El reloj de la pared marca las ocho de la mañana, Rylan termina su turno a las tres de la madrugada, pero cuando se queda a compartir con sus compañeros llega a las siete. Hoy se ha quedado más tiempo. Y ambas temen que no vuelva por el resto del día, porque tampoco contesta el celular. La chica suspira abatida, entra de nuevo a la cocina para preparar otra jarra de café.
—Quizás te ayudaría si me contaras que te tiene tan inquieta abuela —dice Hamel apenas ve a la señora asomarse.
—Rylan tiene que oírme. —Se sienta en la silla.
—Pero si me cuentas, te ayudaría a soltar esa mala vibra que cargas. —Hamel se sienta frente a ella, trayendo dos tazas de café—. Sabes que si abordas a Rylan con esa actitud, harás que se ponga de obstinado, y de seguro viene tomado y con sueño.
—No importa, así será mejor. —Toma la taza entre sus manos—. Borracho dice todo lo que piensa sin reservas mija.
—Entonces… tú lo que quieres es pelear.
—No aguanté todos los insultos de esa mujer para nada. —Sopla molesta—. Ya verá la que armó el muchachito.
—Aún no comprendo el escándalo solo porque “haga música”.
—Cariño, ese no es el problema, tú y él pueden seguir haciendo lo que les dé la gana, pero no tenía que hacerlo tan público. Ahora Ernesto cree que su hijo sigue amaneciendo en las calles, borracho, mientras yo lo espero con la sopita caliente y la ropa limpia.
—¿Otra vez con el mismo tema? —Hamel revira los ojos—. ¿Acaso no entiende que su hijo tiene treinta años?
—Y todavía no ha terminado la carrera, en la universidad que le están pagando —responde la señora con sarcasmo—. Ay mijita, es que me da pesar pensar que Ernesto siempre tuvo la razón.
—¿Cómo va a tenerla abuela? Nosotros no somos ningunos malcriados. —Hamel emite una risa corta, pero cambia la expresión a tristeza al darse cuenta que la señora mantiene la vista perdida en la ventana.
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Editado: 30.07.2024