Química imparable

uno

—Hannah, mira nada más cómo vienes —dice mi madre apenas entro en casa. Se acerca dando pasos largos en sus tacones altos.

—Estoy bien, mamá.

La esquivo justo cuando va a tomarme el brazo. No tengo ganas de ser cuestionada, y no quiero mentirle asegurando que no ha pasado nada malo entre Liam y yo esta noche ni ninguna otra.

Con la ropa goteando, subo las escaleras corriendo, una vez en mi habitación, cierro la puerta con seguro, me recargo en la madera y lanzo un suspiro. Mis cabellos se pegan a mi cara, gotas de agua recorren mi piel, la ropa comienza a picar debido a lo pegada que está. Me deshago del vestido y lo arrojo al suelo. Había elegido este atuendo semanas atrás, creyendo que a Liam le gustaría, tenía la esperanza de que la pasaríamos bien, ¡qué equivocada estaba! Fue peor que otras veces.

Sin ponerme el pijama, voy hacia la cama y me dejo caer, agarro la almohada y la abrazo como si se tratara de un oso de felpa, trago saliva con fuerza para retener las lágrimas que quieren salir, los ojos queman tanto que no puedo retenerlas más. Estoy segura de que me ignorará por unos días mientras se divierte con alguna chica y luego vendrá a casa y me pedirá disculpas, dirá cosas agradables, me prometeré no caer esta vez; pero al final romperé mis promesas y seguiré siendo la misma tonta de siempre.

Escucho pasos afuera de mi alcoba, me apresuro a cerrar los párpados justo a tiempo, pues alguien abre la puerta, pronto los tacones de mi madre cruzan el umbral y se aproximan a mi cama. Escucho un suspiro melancólico, no me gusta ignorarla o no contarle lo que me pasa, ella es la única amiga que tengo. Quizá sus consejos no son los mejores del mundo, sin embargo, la quiero, solo somos ella y yo.

Mamá sale de mi habitación, no sin antes cubrirme el cuerpo con una sábana.

 

***

 

El lunes abro los ojos antes de que suene el despertador, miro por un buen rato el reloj digital, observo cómo cambian los minutos, faltan cinco para que pueda levantarme, odio despertar antes de que suene la alarma. El sonsonete se deja escuchar, por lo que no me queda otra opción más que ponerme de pie.

Me planto frente al armario y abro las puertas blancas, mis ojos pasean por las prendas perfectamente colgadas por colores, temporada y estampados. Elijo una de mis faldas más bonitas, es de color blanco y me llega arriba de la rodilla, tiene encaje en el borde inferior; mi blusa rosa combinará con mi labial favorito, todo quedará perfecto con aquellos zapatos que mamá compró el verano pasado en Italia.

Me pongo las lentillas, frente al espejo me maquillo, cubro las imperfecciones de mi rostro y escondo las ganas que tengo de quedarme en la cama, ya que no quiero ver a todas esas personas que solo están esperando que caiga para burlarse de mí en silencio.

Sonrío lo más que puedo, tal vez me lo crea si me digo una y otra vez que soy feliz, quizá sea lo suficientemente convincente como para que los demás lo crean también.

Mis padres ya están sentados en el comedor con platos de fruta y vasos de jugo de naranja. Veo el pequeño recipiente que me está esperando, me aproximo dando pasos cortos para no llamar la atención. No obstante, ninguno de los dos levanta la vista, están muy ocupados en sus teléfonos celulares, muy ocupados como para percatarse de lo hastiada que me encuentro.

Me dejo caer en el asiento y observo la piña, la sandía y el melón revueltos.

—La nutricionista dijo que esta semana no habrá Splenda para nosotras —dice mamá.

Me muerdo la lengua para no responderle una majadería, no hay nada que deteste más que eso, que me diga qué tengo que comer y cómo debo hacerlo; pero odio no tener el valor para enfrentarla, hacemos esto de las dietas juntas porque para ella es más fácil tener compañía.

Comemos en silencio, de cierta forma agradezco este tiempo para estar conmigo misma.

 

***

 

Llego a la escuela muy temprano, y apenas pongo un pie en el pasillo el alma se me va a los pies, ¿no puede tragarme la tierra? Me quedo estancada y doy pasos atrás antes de que se den cuenta de mi presencia. Trago saliva al tiempo que me pego a la pared en un intento de buscar apoyo, pues siento que las piernas me fallarán y dejarán de sostenerme.

Intento con fuerzas aligerar el nudo que se ha formado en mi garganta, el cual amenaza con asfixiarme. No puedo creer que esté haciendo eso delante de todos, tampoco que mis supuestos amigos estén ahí, actuando como si fuera normal. No debería sorprenderme.

Me quedo en el mismo lugar, a pesar de que casi no puedo controlar las imperiosas ganas que tengo de darle una palmada en la mejilla, también quiero llorar, pero eso ya puedo retenerlo con facilidad.

No me muevo, tal vez si me quedo quieta el tiempo pase rápido, me gustaría que la imagen de William sosteniendo a Iveth saliera de mi cabeza, al parecer no puedo dejar de atormentarme con sus brazos alrededor de su cintura. Quizá es mi culpa por quedarme escondida detrás de una pared, siendo patética, sintiéndome ridícula y cobarde.

El timbre suena minutos más tarde, en realidad no sé cuánto tiempo ha pasado. Rezo silenciosamente para que no pasen por aquí, gracias al cielo no lo hacen. Respiro profundo antes de salir de mi escondite, el pasillo está vacío, ahora puedo acercarme a mi casillero sin tener que enfrentar mi realidad.

Abro la caja metálica con pesadumbre, lo único que me apetece hacer justo ahora es correr y esconderme.

Busco los libros de la primera clase, sabiendo bien que llegaré tarde, luego recuerdo que me toca gimnasia.

—Mierda —digo al darme cuenta de que ni siquiera era necesario venir a mi jodido casillero.

—Jamás imaginé que esa boquita santurrona dijera cosas tan grotescas.

Antes de poder reaccionar, una mano vuela y se apoya contra el casillero causando un estrépito que me hace saltar. Me apresuro a salir del encierro, para mi mala fortuna él es más rápido, con facilidad me encarcela colocando su otra mano en el costado libre.




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