Química Irresistible ©

Capítulo 43

Capítulo 43: Detalles Insignificantes.

 

MICAH.

 

Siempre me he considerado una persona leal a mis sentimientos; leal a mis emociones; leal a mis pensamientos; leal a mi familia; leal a mi corazón... Sin embargo, me he olvidado de la lealtad que me caracteriza durante un par de minutos.

Mierda, Micah.

Kathleen se aleja unos considerables centímetros. Puedo ver la culpa filtrándose en medio de su mirada, de sus gestos, de sus expresiones. Ella se lleva las palmas de las manos a la cabeza, y sus ojos brillan con opacidad.

El nudo se aprieta alrededor de mi cuello. Casi no me permite respirar, u concentrarme en asimilar lo que acaba de suceder. Nos hemos besado.

He besado a la novia de mi hermano.

Y, joder, estamos absolutamente jodidos.

—Debemos hacer lo correcto, Kath. —hago una breve pausa en la que mis pulmones arden como si se consumieran en fuego vivo—. Debemos contarle la verdad a Mikhail. —sentencio.

Kathleen permanece en silencio durante lacónicos segundos. Ella solo se dedica a mirarme atentamente sin perderse ninguno de mis movimientos. Noto su mandíbula al tensarse, y sus ojos humedecerse.

No señores, la culpa es cruel.

—Yo... —se relame los labios, y sin decir nada más, asiente—, no va a perdonarme jamás... —su voz se vuelve apenas un hilillo a segundos de desgarrarse por completo.

Siento un pinchazo de rabia conmigo mismo. ¿Cómo demonios accedí a besarla? ¡Ella estaba media ebria! ¡Es la novia de mi hermano! ¡La novia de Mikhail! ¡La jodida novia de Mikhail!

Si Mikhail no le perdona a Kath, muchísimo menos a mí.

Me limito a apretar los labios, y hacer un esfuerzo radical en inflar mi pecho con oxígeno.

—Tendremos que correr ese riesgo, y hacernos responsables de nuestras acciones.

Kathleen suspira, y menea la cabeza con sus marrones ojazos cristalizados en lágrimas que luchan con escapar de sus órbitas.

—Lo prohibido siempre trae consecuencias, Cenicienta. —ladeo una mueca, y tras dirigirle una última ojeada a nuestro alrededor, sintiendo mi garganta comprimirse a su paso, abandono el lugar.

No puedo apaciguar la cólera que crece como espuma en mi interior. No debí, pero de nada me sirve colmarme a reproches.

Lo hecho, hecho está. No hay nada que pueda hacer para devolver el tiempo y cambiar el rumbo de la situación.

De pronto, sus pequeños ojos marrones como el chocolate cruzan mi mente. Su sonrisa divertida, y su respingada nariz cada vez que teme en ser ella misma... Rosie.

Un amago de tristeza surca mis labios. Ella siempre me llevaba al fondo del precipicio, incluso, cuando creía que podía darle alas para escapar juntos. No es así con ella. Nada es así de sencillo cuando se trata de Caperucita.

Me dirijo a su habitación. Examino la puerta frente a mí, y el corazón me brinca en el pecho al saber que sólo nos separa una puerta de madera estriada. Elevo mi mano con la intención de aporrear la puerta, y... me detengo en el camino.

¿Cómo podría seguir mirándole a esos ojos después de lo que sucedió con Kathleen?

¿Ella... podrá perdonarme?

¿Lo que sentimos podría salvarnos de este abismo?

No lo sé. Ya no lo sé.

«Nada es para siempre, Micah» sus palabras rudas martillean mi cráneo. Me aturden.

¿Nada es para siempre?

Entonces, ¿algo sí es para siempre?

Recargando mi cabeza de la puerta frente a mí, y con el pulso cardíaco disparado a mil revoluciones por minuto, me decanto en tocar la puerta. La fría madera cruje bajo mis nudillos, y sólo bastan sesenta segundos para que la persona en el interior abra la puerta.

Nariz roja, labios secos y una melena avellana hecha un verdadero perdulario. Ella me mira, y sus dientes desgarran su labio inferior con fuerza.

El aire se esfuma de mis pulmones de inmediato, abriéndole el paso a la asfixia de acabar conmigo lentamente.

—¿Estás bien, Rosie? —es lo único que se me ocurre articular.

Ella no mueve ni un solo músculo de su rostro. Gesto que me proporciona un indicio de que algo no está andando bien.

—No lo sé. ¿Lo está tú, Micah? —la frialdad en su voz es consternante. Ella mantiene sus facciones tensas, y su mirada mordaz.

Meneo la cabeza. No quiero mentirle. No puedo mentirle a ella.

—No... —sacudo la cabeza, y me rasco el brazo derecho. Siento el nudo de mi garganta contraerse cinco niveles más—. Estoy muy lejos de estar bien... —confieso.

Rosie suelta su labio inferior. Exhala un sonoro suspiro, y menea la cabeza trasladando su mirada al techo.

No pregunta nada más, por lo que tomo el atrevimiento de adentrarme en la habitación y coger asiento en el bordillo de la cama de dos plazas.

Ella permanece junto a la puerta, cerrando la misma a sus espaldas. Volviendo su mirada hacia el frente, pero con tanta indiferencia que temo no saber a quién tengo frente a mí.

—Rosie... Necesito confesarte algo... —mi boca se seca, y el escozor detrás de mis párpados incrementa radicalmente. Anclo mi mirada sobre sus orbes chocolates, y su desaliñado aspecto. El pecho se me hunde—. Pero primero necesito que me respondas a una pregunta. —En vista de que no hace más que mirarme, y joder, no tiene ni la menor idea del daño que me causa este silencio. Pero no puedo exigirle absolutamente nada más. Me lo merezco después de lo que hice. Inhalo una profunda bocanada de aire, armándome de valentía, y suelto todo el aire contenido en mis pulmones de una sola estocada:—. ¿Tú me amas? ¿Me has amado alguna vez? ¿Sientes siquiera algo así de micro pequeño por mí?

Silencio.

El silencio nos consume de una manera cruda, y arrasadora. Puedo sentir a mi corazón pitando en mis oídos.

Los segundos sólo se encargan en transcurrir sin misericordia alguna, y ese hecho sólo me hunde aún más en la miseria y la culpa.




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