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Días después, la vida en el pueblo seguía su curso habitual, pero había un aire de expectativa en el ambiente, como si el tiempo se detuviera antes de una tormenta inminente. Decidimos reunirnos con mi padre para prepararnos para los desafíos que tendríamos que afrontar. Le pedí a la madre de María que me permitiera llevarla un tiempo a mi manada, a mi ciudad natal. Quería comenzar el entrenamiento cuanto antes.
Además, Steven, el hijo y futuro alfa de esta manada, estaba controlando las cosas adecuadamente, pero hasta el mes que viene no traería a mi luna ni vendría yo. Sentía que el tiempo se escurría entre mis dedos, y cada día contaba.
Finalmente, llegamos a mi manada, donde el gran salón de la mansión Brown se alzaba majestuoso ante nosotros. Las paredes estaban adornadas con símbolos que contaban la historia de nuestra estirpe: emblemas de luchas pasadas, victorias resonantes y la esperanza de un futuro más brillante. María y yo llegamos juntos, nuestras manos entrelazadas, sintiendo el apoyo mutuo mientras cruzábamos la puerta, un umbral hacia un nuevo capítulo en nuestras vidas.
—Padre, —dije tras los saludos iniciales —creo que tenemos que hablar sobre el futuro de María y mío.
Mi padre, un hombre imponente con una presencia que imponía respeto, dejó de atender a otros miembros de la manada.
Su mirada intensa atravesó la sala y se posó en nosotros, como un rayo de luz que iluminaba un sendero oscuro.
—¿De qué se trata esto, hijo? ¿Hay algo que te preocupe? —preguntó, su voz resonante llenando el aire.
Respiré hondo y decidí ser directo. Nunca fui de andar con rodeos, especialmente cuando se trataba de algo tan serio.
—María es especial, y hemos recibido un mensaje importante que sugiere que algo grande se acerca. Debemos entrenarla y prepararla para lo que venga. Ella es una Alpha y necesita saber cómo manejar sus habilidades.
María se mantuvo firme a mi lado, su rostro reflejando determinación, aunque en sus ojos brillaba un destello de incertidumbre.
—Quiero estar lista, Señor Brown —dijo ella con firmeza, dirigiéndose a mi padre—. Y sé que necesito su guía.
La mirada de mi padre se tornó seria, como una tormenta oscura que se aproxima. Él sabía lo que esto significaba, y su sabiduría no era algo que se tomara a la ligera.
—Así que has aceptado tu destino, niña. Ser una Alpha no es fácil. Tendrás que enfrentar desafíos tanto internos como externos —dijo, su voz grave resonando en la sala—. Pero estás en el lugar adecuado. Este es un lugar de formación, de crecimiento, y aquí forjarás tu destino.
Comenzó a explicar el entrenamiento que recibiría, cada habilidad que tendría que dominar: la agilidad, la rapidez, el control de la transformación y los instintos primordiales que cada lobo lleva dentro. Sentí el pulso de la historia familiar al hablar, las mismas palabras que él había recibido en su juventud.
—Pero más que eso, tendrás que aprender a lidiar con tu mente, con lo que significan tus emociones. Debes aumentar tu conexión con tu loba —continuó, su voz grave y certera.
María asintió, devorando cada palabra con atención. La determinación en su mirada creció, y su deseo de aprender se volvió más fuerte ante la gravedad de la situación.
El entrenamiento comenzó al día siguiente, bajo un sol radiante que prometía buenos augurios. Mi padre y yo guiamos a María en las habilidades necesarias para ser una verdadera Alpha. Comenzamos en el bosque, un lugar sagrado para los Licántropos, donde era fácil estar en contacto con la naturaleza y los instintos primarios.
Los árboles eran altos y sus hojas, un manto verde que nos protegía del ardor del sol. Pronto, las sorpresas y el asombro se hicieron presentes en cada rincón del bosque mientras María absorbía lentamente lo que le enseñábamos. La primera vez que se transformó, el brillo de su pelaje, un hermoso tono plateado como la luna llena, me recordó lo especial que era. Aquella figura majestuosa destilaba poder y gracia.
Las jornadas de entrenamiento transcurrieron como un torrente lleno de emoción, cada día traía consigo nuevas lecciones y obstáculos que sortear. Las noches, por su parte, continuaban llenándose de conversaciones entre nosotros. Nos sentábamos alrededor de la fogata, compartiendo historias y risas, fortaleciendo un vínculo que iba más allá de la amistad. Cada experiencia vivida, cada desafío enfrentado, tejía un hilo más en la compleja tela de nuestra relación.
A medida que pasaban los días, María no solo perfeccionaba sus técnicas, sino que también comenzaba a comprender el peso que conllevaba ser una Alpha. Se forjó una conexión más profunda entre nosotros, y el amor en el aire se volvió palpable, transformándose en un lazo irrompible mientras luchábamos juntos. Aquellas noches bajo un manto estrellado, en medio del murmullo del viento y la suavidad del fuego, eran testigos silenciosos de nuestro proceso.
Las horas de entrenamiento se convertían en un ritual sagrado: correr por el bosque, atravesar ríos helados, desafiar los límites de nuestras habilidades. Cada pequeño triunfo era celebrado; cada tropiezo se convertía en una lección. María aprendía no solo a manejar sus poderes, sino a reconocer y aceptar sus miedos. A veces, enfrentábamos sombras del pasado, pero ella nunca vacilaba, siempre se levantaba de nuevo, más fuerte y más determinada.
Y así, entre risas y desafíos, construimos nuestro futuro ladrillo a ladrillo, mientras el eco de lo que estaba por venir se acercaba cada vez más. Con cada día de entrenamiento, María se transformaba no solo en la Alpha que estaba destinada a ser, sino también en mi compañera de vida, alguien que estaba dispuesta a enfrentar el futuro junto a mí, sin importar cuán obscuro o incierto pudiese ser.
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Editado: 03.08.2024