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En el cálido abrazo del bosque, donde los árboles susurraban secretos al viento y la luna iluminaba suavemente el sendero, Lucas y Sara disfrutaban de un momento de calma tras el bullicio de su vida diaria. Sus hijos, Elena y Mateo, jugaban a la distancia, riendo y corriendo como solo los jóvenes pueden, llenando el aire de alegría y vida palpable. Era un día especial en la manada; los abuelos de los niños, los padres de Lucas, habían llegado para compartir con ellos una celebración familiar.
Elena, con su cabello rizado como el de su madre y una curiosidad insaciable, se acercó a su padre, su expresión algo traviesa.
—Papá, ¿puedes contarme otra vez la historia del primer hombre lobo? —pidió, con sus ojos brillando de expectación.
Lucas sonrió, sintiendo la calidez del amor paternal brotar en su pecho. Se agachó para estar a su altura y, mientras miraba a su hermana, que había llegado corriendo de regreso, supo que este era un momento que quería atesorar.
—Claro, pequeña —respondió, su voz profunda suave como la brisa del atardecer—. Pero solo si después me prometes que también me contarás tu historia favorita.
Mateo, el pequeño aventurero de la familia, que tenía la obstinación y la valentía de su padre, interrumpió con entusiasmo:
—¡Yo quiero contarla primero! Mi historia es sobre cómo rescataste a mamá de los cazadores. Eso fue increíble.
Sara, quien había estado observando a su familia desde la distancia, se acercó con una sonrisa que iluminaba su rostro. Los recuerdos de aquellas noches peligrosas estaban grabados en su memoria, pero la valentía de Lucas siempre la había dejado sin aliento. Los niños, sin embargo, no conocían el temor que a su madre había invadido en aquellos momentos.
—Sí, eso fue un momento dramático, pero también nos enseñó que juntos podemos superar cualquier cosa —añadió Sara con cariño, abrazando a sus hijos. Ellos siempre eran su luz y su esperanza.
Mientras los niños reían e imitaban las hazañas heroicas de su padre, los abuelos se unieron a la escena, llenando el aire con amor familiar. La madre de Lucas, Celia, se acercó y posó su mano en el hombro de su hijo.
—Tu papá siempre ha tenido ese coraje —dijo, su voz suave como la miel—. Y ahora veo que ese mismo valor brilla en nuestros nietos.
El padre de Lucas, un hombre de carácter fuerte pero corazón amable, se agachó a nivel de los niños. Con voz profunda y un brillo en sus ojos, les dijo:
—Recuerden siempre, queridos, que la verdadera fuerza no solo reside en el poder físico, sino también en el amor que se tienen el uno al otro y en su capacidad para cuidar de los demás.
Las enseñanzas de la manada eran fundamentalmente sobre la unidad, el amor y el respeto, y esos valores se transmitían de generación en generación. Aquella tarde se sentaron a la sombra de un viejo roble, útero de numerosos relatos del pasado, mientras compartían risas y recuerdos, pero también se preparaban para construir nuevos.
Después de un rato, la abuela Celia se volvió a su hija Sara y le dio un cálido abrazo.
—Tu amor los ha hecho fuertes, y todo el tiempo que pasas con ellos les enseña lo que significa ser parte de nuestra manada —murmuró con gratitud.
Sara sonrió, sintiéndose plena y acogida, aunque sabía que mantener el vínculo con la manada era un compromiso que no terminaba nunca. El amor que recibió de Lucas y de su familia era un regalo que era su deber, como madre, replicar.
Cuando la luna comenzó a salir, pintando el cielo en tonos plateados, Sara tomó la mano de Lucas y lo miró con amor.
—Mira lo que hemos creado juntos —dijo, admirando a sus hijos—. Un legado hermoso.
Lucas sonrió y la besó suavemente. Aquella conexión, tan intensa y pura, siempre había sido su ancla en el torrente de responsabilidades que conllevaba ser el Alfa.
En el fondo, la manada se convertía en un lugar donde todos podían crecer, compartir y celebrar juntos. Con los abuelos presentes, se sintieron todavía más conectados, creando un espacio donde sus hijos pudieran explorar sus orígenes y entender el lugar del amor en aquel mundo salvaje.
Esa noche, el calor del fuego llenó el aire, fluyendo junto con historias, música, y risas. La manada, con su diversidad, era el corazón de todo lo que Lucas y Sara valoraban. Pronto, cada miembro de la manada tomó su turno para compartir un amoroso recuerdo con los niños. Las historias eran antiguas, llenas de valentía y sacrificios, pero cada una resaltaba el valor del amor y la familia.
Mientras las estrellas parpadeaban en el cielo oscuro, Mateo y Elena primero escuchaban con atención las historias contadas, pero luego sus voces se unieron a los relatos, creando un eco sonoro de la unidad que alimentaba a su manada.
—¿Qué pasará cuando seamos más grandes? —preguntó Elena mientras daba un sorbo a su jugo de fruta.
—Tendremos nuestros propios hijos —dijo Mateo, como si eso fuera algo de lo más obvio, con una chispa de emoción.
—Y les contaremos sobre esta noche —sonrió Lucas, tomando la mano de Sara, y juntos miraron a sus hijos llenos de vida.
Los niños comenzaron a sonreír al imaginar sus propios futuros, llenos de cuentos y aventuras. La luna llena, testigo silencioso de sus sueños, se elevaba en el cielo, como una bendición de la Diosa Luna sobre la familia y la manada.
Esa noche, mientras los niños se acurrucaban en sus camas, a la luz del fuego que aún crepitaba en la lejanía, Lucas y Sara se sentaron juntos. Lucas pasó su brazo alrededor del hombro de Sara, y ambos miraron hacia la ventana, donde la luna brillaba intensamente.
—Amor, todo esto que hemos construido... es más de lo que nunca imaginé —susurró Lucas con una emoción profunda.
Sara le devolvió la mirada, y en sus ojos brillaba la misma luz que había cautivado a Lucas desde el principio.
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Editado: 03.08.2024