Era desconcertante encontrarse de nuevo en la casa en la que había cruzado el umbral en los brazos de Alessandro recién casados. Allí, en el vestíbulo de la preciosa casa del siglo XIX con vistas a Regent’s Park, el sudor le empañaba la frente. Miró a su alrededor y se dijo que, al fin y al cabo, todo aquello no era más que cemento y ladrillos. Pero le parecía mucho más. De las paredes colgaban preciosos cuadros de paisajes de Grecia, uno de ellos mostraba la famosa vista de la bahía de San Nicolás desde la terraza de la propiedad de la familia Soto en Rodas. Alfombras persas cubrían parte de los suelos de tarima, confiriendo una atmósfera de lujo y estabilidad. Pero la decoración era tan varonil como la recordaba. Aldana esbozó una cínica sonrisa. Había sido su hogar, pero nunca lo había sentido como su hogar. Cuando vivía allí, nunca se atrevió a cambiar nada por miedo a exhibir quizá falta de gusto. –Está como siempre –comentó ella mirándole–. No has cambiado casi nada. –No –respondió Alessandro escuetamente. –¿Por qué no? –El trabajo me absorbe casi todo el tiempo. Ya sabes cómo es, Aldana. –Sí, lo sé. ¿Cómo podría olvidarlo? –respondió ella con la misma sequedad–. Mi madre era una alcohólica y yo me casé con un adicto al trabajo. La genética debe de haberme convertido en una persona obsesiva. –¿Por qué dices eso? –preguntó él. –Porque es la verdad y ya no tenemos por qué fingir. Los dos sabemos que no era la mujer apropiada para ti. Simplemente he señalado una de las razones. Alessandro, de repente, vio angustia en la expresión de ella y quiso borrar esa expresión. –Deja de castigarte, no hay motivo para ello –dijo Alessandro en tono suave–. Respira hondo y tranquilízate. –¿Crees que estar aquí va a ayudar a que me calme? –Vamos, ven a sentarte. Necesitas relajarte. Aldana le siguió a la habitación acristalada de la parte posterior de la casa, que daba al jardín, su habitación preferida. Se preguntó si Alessandro la había llevado allí intencionadamente. Dos sofás de terciopelo verde daban a un jardín repleto de flores blancas. Rosas blancas trepaban por un muro de piedra y altas margaritas blancas se mezclaban con espliego también de flores blancas. Se acercó a las puertas de hoja doble, las abrió e inhaló el aroma de las flores. Con dolor, recordó que solía sentarse allí durante su segundo embarazo, pensando en tejer patucos para cuando naciera el niño, mientras Alessandro estaba en algún viaje de negocios. Se apartó de la ventana y sorprendió a Alessandro contemplándola. Durante unos segundos, vio comprensión en su expresión. Pero eso no era más que una ilusión, de eso no había duda. Alessandro nunca la había comprendido. Alessandro tenía una visión muy antigua del papel de la mujer y de cómo había que tratarlas. Las mujeres existían como objeto de adorno, para acostarse con ellas y para tener hijos. Pero ella ni siquiera pudo darle eso último. Aldana notó lo silenciosa que estaba la casa, no había ninguna empleada para ofrecerles un refrigerio. La sonriente Phyllida, siempre dispuesta a complacer a su jefe, no parecía encontrarse allí. Le daba la impresión de que estaban solos. –¿Dónde están los empleados? –preguntó ella–. ¿Sigue contigo Phyllida? –Sí, claro. Su hija se ha casado con un inglés, así que está contenta aquí, no quiere volver a Grecia. Pero la he enviado a Rodas junto con los demás para que ayuden a preparar el bautizo. Me ha parecido mejor darte tiempo para aclimatarte antes de que veas a todo el mundo. Aldana no contestó y, despacio, se paseó por la estancia. Se sentía como de visita en un museo. Se sentía como si hubiera vuelto al pasado. De repente, se fijó en una foto, la foto de un bebé de oscuro cabello. –Esa es Ianthe, mi sobrina –dijo Aleesandro. Una profunda tristeza la invadió. Se preguntó si Alessandro había conseguido olvidarlo o si, por el contrario, nunca se le había ocurrido pensar en el niño que en esos momentos debería haber tenido dos años. Alessandro no había dicho nada después del aborto. Se había encerrado en sí mismo y ella había sentido como si se hubiera erigido un muro entre los dos que los separaba. ¿Por qué iba a querer hablar de ello ahora, cuando para él solo era parte del pasado? Una desilusión, ciertamente, pero algo que debía de haber olvidado. –Es preciosa –declaró ella en tono casi alegre. –Sí, lo es. Pero Alessandro notó el gesto distraído con que Aldana se pasó los dedos por el cabello. Sintió el impulso de tomarla en sus brazos y hacerla abandonar esa máscara que la hacía parecer una bomba a punto de estallar. Alessandro no la había tocado desde el segundo aborto. Aldana no había querido que lo hiciera y, en cierto modo, a él le había parecido obsceno hacer el amor con ella después de todo lo que había pasado. Pero llegó un momento en el que se dio cuenta de que se habían separado, cada uno encerrado en su propia desdicha. Se había abierto una brecha entre los dos. Aldana le dejó poco tiempo después y, durante un tiempo, la ira que él había sentido fue más fuerte que todo lo demás. Más tarde sus sentimientos por ella retornaron y... En parte, esos sentimientos recuperados eran el motivo por el que la había hecho ir allí, a su casa. Pero... ¿ahora qué? Alessando acababa de darse cuenta de que la situación era más complicada de lo que se había imaginado. La deseaba más de lo que había creído posible. Aldana le estaba mirando con una mezcla de desafío y recelo, como si fuera un animal acorralado, y él no sabía qué hacer. –¿Necesitas ir a arreglarte? –sugirió él–. Y decidir donde quieres dormir. Se miraron a los ojos y Aldana sintió la súbita tensión entre ellos. Forzó una sonrisa. La clase de sonrisa que había puesto en el pasado durante las entrevistas, cuando quería mantener las distancias con los periodistas. Una sonrisa que decía: «ni se te ocurra tratar de intimar conmigo». –¿Dónde duermes tú ahora? –preguntó ella fingiendo no darle importancia a la pregunta–. ¿Aún en la habitación de invitados? ¿O has vuelto al dormitorio principal? Alessandro apretó los labios, incómodo con la pregunta. ¿Le sorprendería a Aldana saber que no había vuelto a dormir en la cama matrimonial? Llena de recuerdos de los momentos pasados con ella, impregnada de la fragancia de ella. Alessandro esbozó una sombría sonrisa. –Duermo en la habitación azul. –En ese caso, yo dormiré en la rosa –dijo Aldana, eligiendo la habitación que había al otro extremo del pasillo del primer piso–. Ahí estaré bien. Pero era mentira porque no veía nada bueno en dormir bajo el mismo techo que Alessandro. Y mucho menos viéndole lleno de vida, lleno de morenas y doradas promesas. Alessandro era el único hombre al que había amado, el único hombre al que había deseado... y seguía deseando. Un repentino deseo se impuso al sentimiento de tristeza. –La habitación rosa es toda tuya. Está lista y esperándote –dijo Alessandro en tono burlón–. Si es eso lo que quieres, por supuesto. –Claro que lo es –Aldana abrió mucho los ojos deliberadamente–. ¿O es que esperabas que fuera a acostarme contigo? –Creo que te conozco lo suficiente como para saber que el sexo por el sexo no es tu debilidad, Aldana. A pesar de ser en lo que ambos estamos pensando en estos momentos. La franqueza de Alessandro le sorprendió y también la excitó. Y eso era peligroso. –Puede que sea en lo que tú estés pensando... –Vamos, Aldana, no vas a negar que me deseas, que te gustaría besarme. –No es verdad. –Y yo no te creo. –Piensa lo que quieras. No es... Aldana la silenció poniéndole un dedo en los labios y ella tembló al instante. Sabía que debía protestar, pero no pudo. No hizo nada. Ni siquiera cuando él comenzó a acariciarle los labios con la yema del dedo. Hacía mucho tiempo desde la última vez que la tocó. En apariencia, ella daba la impresión de ser una mujer a la que la vida le iba bien, pero la verdad era que se sentía fría, vacía y solo viva a medias. Alessandro sabía cómo excitarla, pero... ¿y después? Eso, ¿después, qué? Quiso apartarse de él, pero no pudo. Cerró los ojos tratando de contener la llama del deseo. ¿Cómo era posible que estuviera a punto de derretirse con solo sentir la yema de un dedo de Alessandro en los labios? –Para –dijo Aldana. En vez de detenerse, Alessandro le puso las manos en la cintura, un gesto instintivamente posesivo. Bajó la cabeza y le acarició la mejilla con su aliento. –No lo dices en serio. –Sí. –Entonces dilo como si realmente lo quisieras. –Yo no tengo por qué decir nada. –En ese caso, me temo que voy a tomar tu silencio por conformidad. Aldana abrió los ojos a tiempo de verle acercar el rostro al de ella y vio un profundo deseo sexual en él. Podía detenerle, pero no lo hizo. No, no lo hizo. –Alessandro... yo... –fue más un ruego que una protesta. Sus labios se unieron en un beso duro, ardiente y apasionado. Un beso espectacular en el que saborearon la mezcla de sus alientos... De repente, con un sollozo ahogado, Aldana le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él sin separar los labios de los de Alessandro. –Eres un sinvergüenza. Un absoluto sinvergüenza –murmuró ella junto a la boca de Alessandro. –Insúltame todo lo que quieras si eso hace que te sientas mejor –murmuró él–. Pero no niegues que me deseas. –No, no... te... deseo. –Sí... claro... que sí. Alessandro le estaba acariciando los senos y ella se lo estaba permitiendo. Sintió que se le erguían los pezones. Pero sabía que aquello era un error. Sí, lo sabía perfectamente. –Alessandro –¿por qué había susurrado el nombre de él en tono suplicante mientras le abrazaba? –No te resistas, Aldana. Piensa en lo mucho que has echado de menos esto. –Pero vamos a divorciarnos. Como respuesta, Alessandro la levantó en sus brazos, fue hasta uno de los sofás de terciopelo y la tumbó en él. Se tendió encima de ella y le quitó las gafas. Alessandro, tras apartarle el cabello del rostro, la miró fijamente, con ardor. Ella se sintió vulnerable, desnuda, y se dejó besar. Esa vez el beso tenía una meta. Aldana acarició la musculosa espalda de Alessandro y se maravilló de su olor, de su sabor. Sintió la presión de la cadera de él y el duro miembro contra la entrepierna. El cuerpo le ardía y los sentidos habían recobrado la vida. Hacía mucho que no se sentía tan bien. Alessandro le estaba subiendo la falda del vestido y sintió el frescor del ambiente en las piernas desnudas. Alessandro le separó las piernas y el anhelo sexual la hizo retorcerse. Quería que la penetrara. Le acarició el cuerpo y oyó a Alessandro soltar el aire sonoramente. Le acarició los pezones por encima de la camisa y notó que él tampoco podía contenerse por más tiempo. –Aldana... –gruñó Alessandro. Le encantó la ronquedad con que pronunció su nombre y, con la mano en la nuca de él, lo apretó contra sí para besarle con más fuerza. Sintió la silenciosa y lenta entrada de la lengua de Alessandro en su boca. Le puso las manos en los hombros, cubiertos por la chaqueta del traje. Y, súbitamente, abrió los ojos al pensar en lo que estaban haciendo. Se vio a sí misma, desde el techo, mirándose abrazada a Alessandro. Un hombre con traje metiéndole mano a la mujer de la que estaba separado encima de un sofá como si fuera una cualquiera. Iniciando el acto sexual sin preámbulos, sin seducción. Y ella estaba allí, tumbada, permitiéndoselo. Aldana le apartó de sí y Alessandro, achicando los ojos, se la quedó mirando. –¿Qué pasa? Aldana logró incorporarse hasta sentarse en el sofá, una repentina furia le corría por las venas mientras alargaba el brazo para agarrar las gafas. Se las puso y preguntó si él se habría limitado a bajarse la cremallera y a penetrarla allí sin más. –¿En serio necesitas preguntármelo? –No estoy de humor para adivinanzas –respondió Alessandro con frustración, de mal humor. –No se trata de ninguna adivinanza y tú no eres tonto. Piénsalo, Alessandro. Me traes a tu casa, sin ninguna consideración respecto a cómo voy a sentirme. Pero, claro, tú no tienes ninguna consideración, ¿verdad? Y nada más llegar, te lanzas sobre mí como un quinceañero.Alessandro se la quedó mirando mientras Aldana se ponía en pie, se alisaba la falda del vestido y se acercaba a las puertas dobles de cristal. A contraluz se la veía preciosa: largas y bien formadas piernas y un mechón de pelo que se le había escapado de la trenza. La deseaba, pensó encolerizado. –Quizá sea porque haces que vuelva a sentirme como un quinceañero, con sus correspondientes dudas e inseguridades. –¿Dudas e inseguridades? –Aldana lanzó una breve carcajada–. No, no lo creo. Naciste sabiendo manipular a las mujeres. –Menos a ti –declaró él–. Has sido el único fracaso en mi brillante carrera. Exasperada, Aldana negó con la cabeza. –¿Lo ves? Incluso cuando pareces estar disculpándote no haces más que presumir de lo macho que eres. –Soy lo que soy, Aldana –Alessandro se encogió de hombros–. Soy griego y el machismo lo llevo en el ADN. Creía que te gustaba. ¿No me decías que mi actitud autoritaria te excitaba? Aldana se mordió los labios. Sí, había dicho eso y mucho más. Mucho más. Cosas que la avergonzaban. Después de años de tener que valerse por sí misma y de tener que cuidar de otros, se había enamorado de un hombre tan fuerte como ella. Y, por una vez en su vida, le había parecido una bendición permitir que alguien se ocupara de ella, que tomara todas las decisiones. De lo que no se había dado cuenta era de que tenía que conservar su fuerza y no depender totalmente de Alessandro, de que una vez que se le permitía a alguien controlar la vida de uno se acababa siendo una persona débil y sin independencia. Por eso había carecido de fuerza para sobrellevar la desgracia acaecida en sus vidas. –Era más joven y más inocente –respondió ella. –¿Y ahora? Aldana se recordó a sí misma que era una mujer adulta, una mujer que había encontrado su propio camino en la vida. No necesitaba resucitar su matrimonio fallido. Además, ¿no estaba allí solo porque había hecho un trato con él? ¿No estaba allí por Jason, su hermano, la persona que había tenido una infancia desastrosa? Aldana se encogió de hombros. –Ahora me las arreglo lo mejor que puedo. Alessandro, súbitamente, se vio presa de un profundo remordimiento. Le pareció que nunca había visto tan frágil a Aldana. –Se te ve cansada –dijo él. –Lo estoy –la compasión de la voz de Alessandro la deshizo. Se percató de la expresión de angustia de él y, durante unos segundos, estúpidamente, quiso abrazarle–. No tienes por qué preocuparte, Alessandro. Yo he sido tan responsable como tú respecto a lo que acaba de pasar. Y no voy a negar que he disfrutado, sería mentira. Los azules ojos de Alessandro la miraron con intensidad. –En ese caso, pasa la noche conmigo. Aldana sacudió la cabeza. –No puedo. Sabes que no puedo. Nos acarrearía muchos problemas y abriría muchas heridas. No quiero volver a sufrir tanto. Alessandro se quedó pensativo unos segundos. –En ese caso, será mejor que ahora subas a la habitación y descanses. Nos veremos luego a la hora de la cena. Aldana se alisó la falda del vestido y alzó la mirada. –¿Vamos a cenar? –Naturalmente. Tenemos que comer algo. Vamos, vete ya. Alessandro, con un esfuerzo, se alejó de ella. Si se quedaba junto a Aldana no respondía de lo que pudiera hacer.