El motor del avión era el único ruido que se podía oír. Alessandro, en varias ocasiones, había levantado la cabeza de los papeles que estaba examinando para ver si Aldana se había dormido. Pero ella continuaba despierta. Estaba sentada ojeando la revista que tenía encima de las piernas, pero él había notado que no había vuelto ni una sola página. Seguía estando muy pálida, pensó él. En contraste con el estampado de flores del vestido, la piel se le veía casi transparente, confiriendo a su delicada apariencia un aspecto de extrema fragilidad. Parecía a punto de quebrarse. Pero no, Aldana no se quebraba, se recordó a sí mismo. Detrás de esa delicada apariencia se ocultaba una persona fuerte. Aldana era la mujer más fuerte que había conocido. Volvió a clavar los ojos en el documento, pero las palabras se le juntaron en una nube de blanco y negro. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. La noche anterior habían dicho cosas sobre el aborto que nunca habían dicho antes; no obstante, él seguía sin respuestas a sus dudas. Quizá no hubiera respuestas. Tal vez debiera aceptar lo que pasó sin más. Su matrimonio había parecido condenado al fracaso desde el principio y las circunstancias no ayudaron a que funcionara. No obstante, eso no le servía de ayuda en la situación en la que se encontraba en el presente. No le ayudaba a dejar de desear a Aldana, a apenas poder contenerse para no tocarla ahora que la tenía tan cerca, al alcance de la mano. Aldana le había dejado claro que no quería acostarse con él, pero se preguntó si no acabaría cediendo una vez que se encontrara compartiendo el dormitorio con él en Grecia. El ruido del motor cambió y Alessandro miró por la ventanilla del avión. –Mira, vamos a aterrizar –dijo él. Aldana siguió la dirección de su mirada y vio la isla de Rodas brillar como una joya en medio del mar Egeo. Pensó en el tiempo que hacía que no se entregaba a un placer tan decadente como tumbarse a tomar el sol en una playa. –¿Cuándo has estado aquí por última vez? –Vine a pasar unos días hace un par de meses. He tenido que dedicar la mayor parte del tiempo al trabajo. –Eso no es nada nuevo –comentó ella irónicamente–. Es lo que has estado haciendo todo el tiempo desde que hemos embarcado. Los azules ojos de él brillaron. –Lo que tiene una explicación. He tratado de adelantar el trabajo con el fin de no tener que tocarlo durante nuestra estancia aquí. Aldana se quedó sorprendida. –Dios mío –dijo débilmente–. ¿No me digas que también vas a apagar el móvil por las noches? –Si lo que pretendes es proponer que nos acostemos juntos dalo por hecho. –No era una proposición. Alessandro sonrió. –Me lo temía. Alessandro recogió los papeles y los metió en la cartera mientras se juraba a sí mismo que no iba a volver a tocarlos durante la estancia en la isla. Pero era difícil romper las costumbres de toda una vida, llevaba el hábito del trabajo dentro de sí. Apenas había cumplido los dieciocho años cuando su padre murió y él descubrió que el negocio familiar se encontraba en una situación precaria, lo que no había ayudado a la familia a superar la tragedia personal. Y,de repente, su mundo cambió por completo. Pero había logrado sacar a flote el negocio. Se había puesto a trabajar sin parar y a conocer el negocio a fondo. Había sudado sangre para ganarse el respeto de los desilusionados empleados de Soto. Y aunque la mayoría de la gente se habría conformado con sacar a flote a la empresa, él no era como la mayoría de la gente. Él no quería que se le conociera como el hombre que había salvado algo, sino como alguien que había creado algo. Por eso era por lo que había comprado un periódico. La película había sido otra cosa. La película trataba de algo que él llevaba dentro, de su identificación con su herencia griega. La había producido porque le encantaba la historia, no por el dinero que le había procurado y los premios que había ganado. Y Aldana lo había comprendido y a ella también le había encantado la película. –Estoy intentando aprender a delegar responsabilidades –dijo él. Y ella volvió la cabeza aún con expresión de sorpresa–. Loukas y Dimitri están deseosos de compartir las responsabilidades, pero me resulta muy difícil dejar el trabajo a otros cuando llevo haciéndolo yo solo tanto tiempo. –¿De qué tienes miedo? Alessandro esbozó una sonrisa burlona. –¿Crees que tengo miedo? ¿Crees que Alessandro Soto le tiene miedo a algo? –Bueno... si no tienes miedo, ¿por qué no haces lo que quieres hacer sin más? Déjate más tiempo libre. Disfruta los frutos de tu trabajo –Aldana suavizó la voz–. ¿No me dijiste en una ocasión que no ibas a matarte a trabajar como hizo tu padre? Alessandro se la quedó mirando a los ojos, que parecían tan plateados y fríos como el mercurio. ¿Qué pensaría ella si le dijera que trabajaba tanto solo para llenar un vacío que ninguna otra cosa podía llenar, que a veces se agarraba al trabajo como si fuera un salvavidas? Pero lo suyo no era la introspección. Siempre había preferido la práctica a la teoría. Alessandro agarró la mano de ella y le dio la vuelta. –¿Dónde está tu anillo de boda? –En casa. –O quizá lo hayas tirado con el fin de olvidarme. ¿No es eso lo que hacen las exmujeres amargadas? –No, de hecho, está en mi cómoda, junto a otras joyas que ya no me pongo. Y no estoy amargada, Alessadro. –Deberías haberlo traído –Alessandro acarició un anillo imaginario con la yema de un dedo–. ¿Qué va a pensar mi abuela si no te lo ve puesto? –Sacará sus propias conclusiones. –No estoy de acuerdo contigo. Tendremos que buscarte otro. Tanto las palabras de Alessandro como sus caricias la estaban distrayendo, así que decidió apartar la mano con el pretexto de meterla en el bolso para sacar el pasaporte y el monedero. Tras pasar la aduana, a Alessandro le trataron como a un rey y algunos empleados del aeropuerto le saludaron, ya que le conocían desde pequeño. Aldana había olvidado lo encantador que Alessandro podía llegar a ser y cómo conseguía ganarse a la gente; sobre todo, en su tierra. Poseía la habilidad de integrarse donde estuviera y con diferentes grupos de gente, daba igual que fueran personas de alto rango como conductores de camiones. En una ocasión había logrado evitar una huelga en los astilleros con solo aparecer en el muelle y hablar con el jefe del sindicato mientras se tomaban una taza de café. Fuera de la terminal les esperaba un coche. Alessandro dio unas indicaciones al conductor y, después de diez minutos de trayecto, ella se dio cuenta de que iban en dirección contraria a la casa. –Este no es el camino a tu casa. –Ya lo sé. Primero vamos a ir a la ciudad de Rodas. Aldana había empezado a ponerse nerviosa ante la perspectiva de ver a la familia de Alessandro, el retraso no iba a ayudar, solo iba a aumentar su angustia. –¿Para qué? –Ten paciencia, Aldana. Disfruta del paisaje y deja que yo me encargue de lo demás. Aldana lanzó chispas por los ojos. Otra vez haciendo alarde de su dominio machista y ella permitiéndoselo. No obstante, le resultaba aterradoramente fácil acomodarse en el asiento de cuero y pasear la mirada por aquella vista espectacular mientras recorrían la carretera. No tardaron en alcanzar la ciudad y, ya que el conductor de Alessandro demostraba gran habilidad para transitar por las concurridas calles, el coche se detuvo pronto delante de una pequeña joyería. Aldana vio el brillo de los metales preciosos y los brillantes a través de los cristales del escaparate y frunció el ceño. –¿Qué hacemos aquí? –Muy sencillo, necesitas un anillo de casada y hemos venido a comprar uno. –No –declaró ella a la desesperada–. No vamos a comprar nada. Pero el conductor estaba abriéndole la puerta y, si no quería montar un espectáculo, no tenía más alternativa que salir del coche. ¿Cómo podía explicar que no quería ponerse un anillo que representaba una mentira? No quería nada que hiciera más burla aún de su fallido matrimonio. Pero el Alessandro controlador y autoritario estaba hablando en griego con el dueño de la joyería que, rápidamente, sacó una bandeja de terciopelo con anillos: unos sencillos, otros con más adornos y todos ellos sumamente caros. ¿Notaba ese hombre su falta de entusiasmo? ¿Se estaría preguntando por qué no resplandecía de felicidad al lado de un hombre así a su lado? ¿Había notado la mueca que ella había hecho cuando Alessandro comenzó a hacer sugerencias sobre la clase de anillo que ella preferiría? Pero como ya no podía salir de la tienda con las manos vacías, eligió el más sencillo de los anillos, una simple alianza de oro de dieciocho quilates. –Y, por favor, querida, trata de no perder este también –murmuró Alessandro en inglés. Alessandro agarró la alianza y la deslizó por el dedo de ella. Parpadeó al sentir la automática tensión de su mano. Mientras Alessandro pagaba con la tarjeta, el dueño de la tienda se fijó en el colgante de plata de la pulsera de ella. –Es un colgante precioso –comentó el joyero. –Mi esposa hace joyas –declaró Alessandro. Aldana le lanzó una furiosa mirada, pensando que se estaba excediendo. No le gustaba que Alessandro representara el papel de marido orgulloso de una esposa a la que no iba a volver a ver nunca. El joyero asintió. –¿Vende sus joyas aquí, en Rodas? –No, solo en Inglaterra –respondió Aldana con una sonrisa. –¿Le gustaría traerme algunas piezas para que las vea? Siempre estoy buscando diseños originales para vender. Los turistas se gastan dinero cuando vienen de vacaciones. Aldana abrió la boca para explicar que solo estaba allí de visita, pero de nuevo Alessandro se le adelantó: –En estos momentos tenemos mucho que hacer, ¿verdad, cielo? A Aldana le entraron ganas de darle un puñetazo y decirle que no era su cielo ni su nada. Le entraron ganas de quitarse el anillo del dedo y tirarlo al mostrador, pero era consciente de la importancia de Alessandro en la vida social de la comunidad y lo respetaba, a pesar de que él no la respetaba a ella. Comenzó a preguntarse cómo iba a arreglárselas para mantener aquella estúpida farsa teniendo en cuenta que él estaba decidido a sacarla de quicio a la primera oportunidad que se le presentaba. Sintió claustrofobia en la pequeña tienda e, intencionadamente, se miró el reloj de pulsera. –Creo que deberíamos ponernos en marcha ya –dijo Aldana. Salieron a la soleada calle y ella estaba a punto de decirle lo que pensaba cuando un destello blanco la cegó. Un hombre con pantalones vaqueros apareció de repente y comenzó a disparar con la cámara de fotos delante de su cara. Durante unos instantes, ambos se quedaron perplejos. Después, Alessandro lanzó unas palabras malsonantes al individuo en cuestión. –¿Qué demonios está haciendo? –gritó Alessandro lanzándose hacia la cámara. Pero aunque se movió con celeridad, el fotógrafo contaba con el elemento sorpresa. Dio un salto rápidamente, se subió a una motocicleta y se alejó a toda prisa de allí. –¡Le voy a seguir! –exclamó Alessandro. Pero Aldana le puso una mano en el brazo, deteniéndole. –¿Cómo? ¿A pie? Y, si fueras en el coche, con lo grande que es, jamás le darías alcance. Pero Aldana estaba temblando de los pies a la cabeza. Hacía mucho que no le ocurría eso y se le había olvidado lo vulnerable que se podía sentir. Algunos turistas, inevitablemente, se habían detenido y estaban sacando sus móviles. –Vaya, mira lo que está pasando –se quejó ella. –Entra en el coche –dijo Alessandro, empujándola hacia el asiento y metiéndose él también tras ella. Una vez en marcha, Alessandro agarró el móvil, hizo una llamada y, al cabo de unos segundos, comenzó a hablar en griego en tono irritado. Cuando cortó la comunicación, se volvió hacia ella. –Deberíamos haber previsto lo que ha pasado. Lo siento. –Es un poco tarde para sentirlo –declaró Aldana enfadada, haciendo un esfuerzo por no derretirse bajo la mirada de contrición de Alessandro–. Han tomado la foto del siglo. Puedo imaginarme el titular del artículo en los periódicos: «Multimillonario griego y su ex comprando un anillo». –Estupendo, Aldana. ¿No se te ha ocurrido nunca dedicarte a la edición? –No estoy para bromas, Alessandro. ¿No se te ocurrió pensar que alguien podría vernos entrar en una joyería y llamar a los de la prensa? –Por extraño que te parezca, la prensa no es una de mis prioridades en estos momentos. No me paso la vida tratando de esquivarlos. –Tal vez deberías hacerlo. Ahora van a creer que hay algo, cuando no hay nada. ¡Un matrimonio que se está divorciando compra un anillo de boda! ¿Te parece que también vayamos a comprar un vestido de novia y un ramo de flores y posemos delante de los fotógrafos? –Deja de preocuparte –dijo él, tratando de calmarla–. Ya lo he arreglado. –¿Cómo? –Déjalo, yo me encargo de eso. A Aldana le sorprendió lo corto que se le hizo el trayecto. De repente, la finca Soto, una maravillosa ciudadela elevada sobre Lindos, la ciudad medieval, apareció a la vista. Pero a pesar de la belleza que la rodeaba, se puso muy tensa cuando el coche atravesó las puertas de la verja y continuó hasta detenerse en el patio principal. Su tensión se debía a que iba a encontrarse con Marina y su relación con ella siempre había sido difícil. La madre de Alessandro no le tenía aprecio. Evidentemente, tenía algo en contra de las estrellas del pop con un pasado poco recomendable. Nada de lo que ella había hecho le había parecido bien a su suegra, fuera lo que fuese. A pesar de lo mucho que se había esforzado por integrarse en aquel aristocrático ambiente griego no había conseguido vencer la inicial hostilidad de Marina hacia ella. Su suegra siempre había pensado que su hijo se había casado con alguien muy por debajo de su clase. Pero eso ya daba igual, pensó Aldana. «Estoy haciendo lo que estoy haciendo por Jason. Y ya no soy esa mujer que se dejaba intimidar con tanta facilidad». –Bueno, ya hemos llegado –dijo Alessandro mirándola a los ojos–. ¿Preparada? Aldana respiró hondo. –Preparada. El chófer le abrió la portezuela y Aldana puso los pies en el patio central. Al instante la envolvió un aire cálido y fragante. En la distancia, abajo, vio las cristalinas aguas de la bahía de San Nicolás y las colinas que la rodeaban. Olía a pino y a limones y se oía a las cigarras. Se quedó quieta, apreciando la belleza y la tranquilidad de ese momento en aquella isla griega. La finca llevaba siglos en manos de la familia Soto, era una propiedad extensa y en expansión. Cada una de las tres propiedades cuyas fachadas estaban cubiertas por buganvillas estaba separada de las otras dos y tenía su propio jardín. Maceteros con flores proporcionaban pinceladas de color y la piscina infinita parecía fundirse con el mar y el cielo en estratos de diferentes tonalidades de azul. Aldana se había preguntado con frecuencia cómo sería haber crecido en un lugar tan hermoso como aquel, un lugar tan diferente a la vivienda social en la que ella se había criado, tan distinto como el día y la noche. De repente salió de la casa principal una persona a la que conocía, el sol iluminaba las nuevas hebras plateadas de sus negros cabellos. Llevaba un delantal por encima del vestido y a Aldana le dio un vuelco el corazón cuando la mujer se le acercó. –¡Phyllida! –exclamó Aldana con voz ahogada. Y se quedó sin aire en los pulmones cuando el ama de llaves de Alessandro la abrazó con fuerza. Las dos mujeres continuaron abrazándose durante unos momentos, sin hablar. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía pronunciar palabra. Había sido Phyllida quien estaba con ella en Londres la noche que había comenzado a sangrar. Había sido Phyllida quien había llamado al médico y la había acompañado al hospital cuando el dolor se había hecho insoportable. Y nadie había logrado localizar a Alessandro. Los recuerdos la invadieron. Phyllida había sido la única persona en la que había podido confiar. El primer aborto natural había sido muy temprano, a las ocho semanas de embarazo, poco más que una menstruación. Pero el segundo había sido diferente. Había depositado esperanzas y sueños en aquel embarazo, y se había asustado mucho al sentir los primeros dolores. No había podido creer lo que le estaba ocurriendo por segunda vez; sobre todo, después de pasar el supuesto periodo de peligro, doce semanas. Pero había ocurrido y no había podido impedirlo. Y había sido el ama de llaves griega la que había estado a su lado durante todo el tiempo, hasta el día siguiente, cuando Alessandro llegó de un viaje a Oriente. Alessandro había entrado en la habitación del hospital y ella había visto el vacío en su mirada al decirle que había abortado. Y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la relación entre ambos jamás sería lo mismo. Se separó de los brazos del ama de llaves y se tomó unos momentos para recuperar la compostura. –Phyllida, qué alegría –dijo Aldana–. No te puedes imaginar lo contenta que estoy de verte otra vez. –Kyria Aldana –contestó Phyllida emocionada al tiempo que le acariciaba el pelo–. Has cambiado. –Sí, ya no estoy pelirroja. Pero tú estás igual, tienes un aspecto estupendo. –No, estoy demasiado gorda –Phyllida lanzó una carcajada y se tocó el vientre–. Todo lo contrario que tú. Alessandro lanzó una mirada a la casa principal. –¿Está mi madre en casa? –preguntó. –Ha ido a ver a tu hermana. Ha dicho que volverá para la cena. –¿Y mi abuela? –preguntó Alessandro bajando la voz. Phyllida sacudió la cabeza con una expresión más seria. –Está muy delicada, pero no tiene dolores –respondió–. La enfermera está con ella y tu abuela tiene muchas ganas de ver a su nieto. Bueno, ¿queréis que os prepare una limonada? Os vendrá bien después de un viaje tan largo. –Efharisto –dijo Alessandro pasando una mano por la espalda de Aldana–. Venga, Aldana, vamos a deshacer las maletas. Había sido un roce suave, pero se le erizó la piel y el corazón comenzó a latirle con fuerza mientras seguía a Alessandro hacia la más lejana de las tres casas con vistas a la bahía. El equipaje ya estaba en la casa cuando llegaron, encima del suelo de mármol. Las blancas paredes y la oscura madera del mobiliario estaba tal y como lo recordaba. Había rosas blancas en uno de los jarrones encima de una mesa de centro, Phyllida debía de haberlas puesto. La puerta de la casa se cerró tras ellos y Aldana, de repente, se sintió presa del pánico. Pensó en el dormitorio principal y le asaltaron recuerdos que quería contener: el olor del sexo y las sábanas arrugadas, la proximidad del cuerpo de Alessandro. Se pasó la lengua por los labios antes de decir: –Alessandro, esto es una locura. Me resulta imposible estar aquí. –¿Por qué? –Sabes perfectamente por qué. No eres tonto, aunque sí muy obstinado a veces. Aldana se hizo la fuerte para contener el impacto de la mirada desafiante de Alessandro. «No me obligues a decirlo», rogó ella en silencio. Pero los ojos azules de Alessandro continuaban fijos en los suyos y le resultó inevitable. –Solo hay una cama –declaró ella irritada. –¿Y? ¿No hemos venido aquí como matrimonio? Bien, los matrimonios comparten la cama, ¿no? ¿Qué creías que iba a pasar, Aldana? ¿Creías que yo iba a quedarme en la casa principal y a dejarte a ti aquí sola? –¡Podrías hacer lo que cualquier hombre decente haría; es decir, dejarme la cama y dormir en el sofá! Alessandro lanzó una mirada a la pieza de mobiliario que ella estaba indicando con un dedo. –¿Ahí? Vamos, ahí no se puede dormir. Un marido griego duerme en la cama de matrimonio –los ojos azules de Alessandro lanzaron destellos mezcla de burla y promesas–. Con su esposa. Aldana se odió a sí misma por la forma en que su cuerpo reaccionó a la descarada mirada sexual y a semejante declaración machista. Era fácil decirse a sí misma que no debía desearle, pero muy difícil ignorar lo que Alessandro la hacía sentir. Cuando los ojos de él le recorrían el cuerpo de esa manera era casi imposible reprimir el deseo. Porque seguía deseándole con la misma intensidad de siempre y no sabía qué hacer. –¿Por qué me has hecho venir aquí, Alessandro? –preguntó Aldana–. Me refiero al verdadero motivo. Me dijiste que querías que viniera porque tu abuela quería verme, pero... –Eso es verdad –la interrumpió Alessandro fríamente. –Pero hay algo más. ¿Te habías imaginado esta escena? ¿Mi reacción al descubrir que iba a compartir la cama contigo? Alessandro se tomó su tiempo en contestar. Cuando lo hizo, sonreía extrañamente. –Sí, me la había imaginado –respondió él despacio–. Aunque al principio no. Aldana le miró fijamente, el corazón le latía con fuerza. –Continúa. Alessandro alzó los hombros en un gesto de no darle importancia, pero ella notó que estaba tenso. –Admito que cuando me presenté en tu casa el otro día solo sentía curiosidad, nada más. Quería ver a la mujer con la que me había casado y lo que la vida le había deparado. Incluso iba decidido a darte los papeles del divorcio. Pero cuando abriste la puerta y... Alessandro no acabó la frase y Aldana le miró con extrañeza. Alessandro no titubeaba nunca y tampoco miraba hacia el techo como si tuviera un problema que no sabía cómo resolver. No, el Alessandro que ella conocía tenía respuestas para todo. –¿Y qué? –le instó ella. –Me di cuenta de que seguía deseándote –respondió él simplemente–. Te deseaba como nunca he deseado a otra mujer, ni antes ni después de ti. Quería abrazarte... y sigo queriéndolo. Cuando te miro ardo en deseo, Aldana. Te deseo tanto que casi no puedo pensar. Y eso es justo lo que me está pasando en estos momentos. Aldana sintió una gran desilusión, porque lo que acababa de decirle Alessandro no era nada nuevo. Había repetido esas palabras mil veces, para seducirla, cuando ella, furiosa, se había negado a arrojarse a sus brazos. Eran expresiones cargadas de emotividad que Alessandro utilizaba para conseguir algo que no estaba al alcance de sus manos en ese momento, pero nunca hablaba así en los momentos realmente importantes. Alessandro no le había dicho nada parecido cuando ella, postrada en la cama del hospital, se había sentido dolorida y vacía y una fracasada como esposa. –No podemos –declaró Aldana sin emoción. –¿Por qué no? –quiso saber él, con los ojos brillándole como dos joyas azules en la penumbra que a la estancia le procuraban las persianas bajadas–. ¿Porque no tienes el valor de reconocer que me deseas tanto como yo a ti? Deberías hacerlo, no deberías engañarte a ti misma. Lo que había entre nosotros sigue ahí, no ha desaparecido y no va a desaparecer. Aldana sintió un ataque de miedo y un aún más fuerte ataque de deseo. El pasado y el presente se fundieron. Pensó en los secretos que había encerrado en lo más profundo de su ser. –Lo que pasa es que te gustan los desafíos –declaró ella–. Lo tienes todo, puedes conseguir lo que quieras. Pero, claro, quieres lo único que se te resiste. –Lo que siento por ti no tiene nada que ver con los desafíos –Alessandro respondió achicando los ojos al encontrarse con la mirada retadora de ella. Algo primitivo le corría por las venas, un impulso de posesión que no podía detener–. Pero sí tiene que ver con el hecho de que eres mía y siempre lo has sido. Y nada podrá impedirlo. La declaración la excitó incluso más de lo que la espantó. Pero sabía que no podía dejarse llevar por unas palabras nacidas más de la lujuria que de un sentido de posesión. –No puedo hacerlo –dijo ella–. Accederé a compartir la cama contigo si es necesario para salvar a mi hermano, pero eso es todo. Con un esfuerzo, Aldana trató de ignorar el cosquilleo de sus pezones, lo pesados y sensibles que se habían tornado, como si solo desearan que él se inclinara sobre ellos para besarlos y chuparlos, para atormentarla toda entera con la lengua. Aldana tembló mientras trataba de erradicar de su mente las eróticas imágenes que estaba conjurando, mientras intentaba pensar en algo que no fuera el fuego que sentía en la entrepierna. –Todo ha terminado entre nosotros, Alessandro –gimió ella–. No hay vuelta atrás. Y ni se te ocurra pensar que voy a volver a intimar contigo