Reconciliación en Grecia

capitulo 6

Bueno, Aldana, mi hijo me ha dicho que estás trabajando como orfebre. Aldana dejó la copa de vino en la mesa y esbozó otra amable sonrisa a pesar de que comenzaban a dolerle las mejillas. Se sentía como sometida a un interrogatorio policial, ya que la madre de Alessandro no había dejado de someterla a pregunta tras pregunta durante la prolongada cena y su arrogante hijo no se había dignado a echarle una mano. Impecablemente vestida de azul marino y con unas perlas alrededor del cuello, Marina Soto era una mujer elegante cuyo hermoso rostro lucía siempre una expresión algo perpleja, como si se sintiera decepcionada con la vida. Aldana sabía que Marina se había quedado viuda cuando Alessandro acababa de cumplir los dieciocho años y, no por primera vez, se preguntó por qué aquella mujer bilingüe de la alta sociedad no había vuelto a casarse. A menos que fuera una de esas mujeres que solo amaban una vez en la vida. Pero no quiso permitir que sus pensamientos continuaran por esos derroteros. Por tanto, Aldana clavó los ojos en el reflejo de las llamas de las velas en la cristalería y la plata mientras se repetía a sí misma que la cena acabaría pronto y lograría escapar. Había intentado responder a las preguntas de su suegra con la mayor cortesía posible, a pesar de haber estado hecha un manojo de nervios al sentarse a la mesa. Sin embargo, no podía negar que aquella noche Marina se estaba mostrando casi amable y mucho menos aterradora que en el pasado. O quizá lo viera así porque ahora ella había madurado y se dejaba intimidar con menos facilidad. Y, por supuesto, le preocupaba mucho menos no encajar en aquel ambiente y que Alessandro se avergonzara de ella. No, ya no tenía nada que perder. Aldana se volvió hacia Marina Soto y sonrió. –«Orfebre» quizá sea excesivo para describir lo que yo hago – dijo Aldana. –Pero haces joyas, ¿no? Aldana asintió y se llevó las manos a los dos alargados triángulos de plata que colgaban de los lóbulos de sus orejas.  –Sí, así es. –¿Y te gusta? –le preguntó Marina. –Me encanta –respondió Aldana–. Tengo un pequeño taller en el pueblo donde vivo y me gusta no tener un jefe. Me da una libertad de la que nunca antes había gozado. –Sí, ya me imagino –Marina Soto bebió un sorbo de agua–. Yo, por supuesto, nunca he trabajado, ni antes ni después de mi matrimonio. En mis tiempos no se consideraba apropiado que una mujer trabajara y mucho menos perteneciendo a la familia Soto, con todas las responsabilidades que eso conllevaba. Aldana miró a Alessandro a los ojos. «Ayúdame», le rogó ella en silencio. Y, con sorpresa, vio comprensión en la mirada de él. –A las mujeres de hoy en día les gusta trabajar, mitera –dijo él en un tono que podría haber empleado cualquiera que acabara de darse cuenta de que la Tierra era redonda–. Algunas, por supuesto, trabajan porque lo necesitan, porque su economía lo requiere. Pero otras lo hacen porque llena sus vidas. A algunas mujeres el trabajo es lo que más les importa, lo que les pasa a los hombres desde tiempos inmemoriales. ¿Y quiénes somos nosotros para reprochárselo? Aldana se preguntó si su propia expresión se hacía eco de la sorpresa que mostraba el rostro de su suegra. Miró a su marido con incredulidad. ¿Alessandro había expresado una opinión sobre las mujeres que no parecía datar de dos siglos atrás? ¿Y eso procediendo de un hombre obstinado en que su mujer se quedara en casa? Por aquel entonces, Alessandro le explicó que tenían demasiado dinero para que ella le quitara el puesto de trabajo a alguien que realmente lo necesitara. Ella había tratado de entenderle, diciéndose a sí misma que se había casado con un griego y que tenía que aceptar las diferencias culturales. ¿Pero qué hacía una mujer con su tiempo si no trabajaba y tenía sirvientes de sobra para encargarse de las tareas domésticas? Sobre todo, teniendo en cuenta que a ella no le gustaba quedar con amigas para almorzar todos los días o ir de compras. Por tanto había depositado todas sus esperanzas en ser madre. Y mientras esperaba, en vano, había descubierto que la razón que Alessandro le había dado tenía menos que ver con su conciencia que con el deseo de controlarla y de tenerla localizada a todas horas. Y ahora... ¿había cambiado de parecer? Aldana le miró a los ojos y vio una chispa de humor en sus azules profundidades, como si Alessandro supiera lo que ella estaba pensando. La  perezosa sonrisa de él la azoró y se volvió a su suegra con intención de cambiar de tema de conversación. –Siento que tu madre no se encuentre bien –dijo Aldana con voz queda. Marina Soto asintió y luego suspiró. –Sí, es una pena. Pero ya es mayor y ha tenido una buena vida –declaró–. Por supuesto, los que la queremos lo estamos pasando muy mal. Lo único que podemos hacer es procurarle todo lo que necesita y animarla. ¿Vas a ir a verla mañana? –Sí, claro. Me encantará verla –respondió Aldana. –Le gustaban mucho tus canciones –declaró Marina inesperadamente–. Sobre todo la que habla de un hombre que se marchó. –Come Right Back –dijo Aldana inmediatamente, pero sin atreverse a mirar a Alessandro. La letra de esa canción parecía tratar justo del insoportable sufrimiento tras su separación. Cuando acabaron de cenar se sentía de mucho mejor humor que al empezar, a lo que había ayudado la excelente comida y el exquisito vino cosecha de la casa. Estaba satisfecha y con sensación de bienestar. Salieron a la terraza, con vistas a la bahía, a tomar el café. El cielo estaba tan oscuro como un túnel de ferrocarril, pero tachonado por millones de brillantes estrellas. Aldana desvió la mirada hacia abajo, a las luces de Lindos y sus reflejos en el mar Egeo, y deseó poder congelar ese momento. Pero después de dar las buenas noches a Marina y encaminarse hacia la casa al lado de Alessandro, los nervios se le agarraron al estómago. En la casa, fue directamente a cepillarse los dientes y el largo cabello, que siempre le llevaba bastante tiempo. Y cuando salió del baño encontró a Alessanro delante de la ventana del dormitorio contemplando la vista del mar. Alessandro se volvió inmediatamente, debía de haberla oído a pesar de que los pies descalzos de ella sobre el suelo de mármol no podían haber hecho ruido. Esbozó una sonrisa al verla cubierta de los pies a la cabeza con un pijama de seda claro, pero no hizo ningún comentario al respecto. –Has sido muy amable con mi madre esta noche –comentó él. Aldana parpadeó. No se había imaginado que Alessandro fuera a decir algo así. ¿Qué se había imaginado que diría?  –Parece más... suave que antes. –Sí, así es. Le han ocurrido muchas cosas y ahora, además, es abuela. Creo que el hecho de que su madre se esté muriendo le está haciendo ver las cosas de diferente manera –Alessandro se encogió de hombros–. Es ley de vida. Se ha dado cuenta de que hay que aprovechar el tiempo porque tenemos muy poco. Las emotivas palabras de él se le clavaron en el corazón. –No, no deberíamos olvidarlo nunca –dijo Aldana. Alessandro recorrió el cuerpo de Aldana con la mirada. Se había quitado las gafas y se había lavado el rostro. Le pareció increíblemente joven de aspecto. Y muy inocente. A veces le resultaba difícil creer lo dura que había sido la infancia de Aldana; sobre todo, en un momento como ese, con aire de haberse criado en un convento y a base de leche y zumo de naranja. El cabello le caía en cascada sobre el pijama y se preguntó qué pensaría Aldana si le dijera que el atuendo que había elegido para dormir estaba produciendo el efecto contrario al que se había propuesto que produjera. Porque por modosa que quisiera parecer, Aldana exudaba sexualidad por cada poro de su piel. –¿Lista para meterte en la cama? –preguntó él con sorna. –¿Tú qué piensas? –Me parece que no te gustaría saber lo que pienso. En fin, será mejor que te acuestes. Te daré un tiempo antes de venir a acostarme, así podrás hacerte la dormida. ¿Te parece bien? Aldana, con el rostro enrojecido, se metió entre las sábanas de algodón egipcio sintiéndose momentáneamente avergonzada de sí misma. ¿Quería Alessandro hacerla dudar de sí misma? ¿Intencionadamente? ¿Trataba de hacerla creer que ninguna mujer en su sano juicio desaprovecharía la oportunidad que se le estaba presentando a ella en esos momentos? ¿Había perdido el juicio? ¿Sería, como creía, el fin del mundo si cedía y le permitía hacerle el amor? Sí, sería el fin de su mundo, pensó inmediatamente. Hacer el amor con Alessandro la devolvería a un lugar oscuro, un lugar con un futuro incierto y sufrimiento constante. «Así que olvídalo», se ordenó a sí misma. Se quedó tumbada en la cama contando ovejas y escuchando el agua de la ducha del cuarto de baño. Pero quizá estaba más cansada de lo que había pensado porque comenzaron a cerrársele los párpados. Cuando Alessandro fue a la cama, ella se hallaba en ese agradable  estado entre el sueño y la vigilia, y el hundimiento del colchón cuando él se tumbó a su lado no le alarmó tanto como debiera. Pero Alessandro cambió de postura y entonces ella se dio cuenta de todo el espacio que tomaba, a pesar de que la cama era enorme. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con él y, de repente, le pareció que su espacio había sido invadido por una potente oleada de testosterona. Era algo que impregnaba el aire y la envolvía, y su piel lo absorbió con sensual ardor. Aldana contuvo la respiración durante lo que se le antojó una eternidad, allí en la oscuridad, hasta que la voz de él rompió el silencio. –¿Vas a seguir ahí haciéndote la dormida? Aldana soltó el aire que había estado conteniendo en los pulmones. –No voy a preguntarte la alternativa que propondrías tú. –Tal vez te sorprendiera la respuesta. Ven aquí –Alessandro tiró de ella hacia sí hasta pegar el vientre a las nalgas de Aldana, después colocó la mano en su cadera. Aldana, sin convencimiento, trató de cambiar de postura. –Déjame. –No le des más importancia de la que tiene, Aldana. Relájate. Solo te estoy abrazando, nada más. Aldana quería decirle que se fuera al otro lado de la cama y que la dejara en paz, pero algo se lo impidió. En realidad, era maravilloso sentir el cálido aliento de él en la espalda y en la nuca, igual que lo era el brazo de Alessandro alrededor de su cintura. Deseó arrimarse más a él, pegarse a su cuerpo como había hecho tantas veces en el pasado. Pero a ese placer prohibido le acompañaba la confusión. Porque era la primera vez que Alessandro se limitaba a quedarse así, a abrazarla simplemente y nada más. ¿A qué se debía? Cerró los ojos. Su griego marido siempre había tenido muy claro para qué eran las camas de matrimonio, para el sexo. Constantemente. El sexo también había sido maravilloso, eso debía reconocerlo. En realidad, estar allí tumbada al lado de Alessandro le hacía recordar, inevitablemente, lo extraordinario que había sido. Hasta después del aborto, por supuesto. A partir de entonces, Alessandro había evitado toda tentación, había abandonado la cama matrimonial y se había ido a dormir al dormitorio contiguo. La explicación que le había dado era que ella necesitaba tiempo para recuperarse, pero, sumida en un intenso dolor y sufrimiento, ella se había sentido abandonada y sola. Pero cuanto más tiempo habían pasado separados, más fácil había resultado seguir así. Hasta el momento en que ella, después de pensarlo bien, llegó a la conclusión de que quizá fuera lo mejor que podía pasar. Desde entonces no había vuelto a acostarse con él. El recuerdo le dejó un sabor amargo en la boca y, de nuevo, trató de separarse de Alessandro. Pero él no se lo permitió. –Relájate –repitió Alessandro. –No vas a conseguir engañarme con una falsa sensación de seguridad. –No seas tan mal pensada, Aldana. No tengo segundas intenciones. –¿No? –En este momento, no –Alessandro le acarició suavemente la cintura por encima del pijama–. Dime, ¿te ha gustado la cena? –¿Qué de la cena? ¿El delicioso plato de bourekakia y tiropita o tu sorprendente declaración sobre el tema de las mujeres casadas que trabajan? Alessandro continuó moviendo el dedo despacio. Ella creyó oírle suspirar. –Nunca debí obligarte a que dejaras tu profesión –dijo Alessandro. Aldana abrió los ojos en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad logró ver las siluetas del mobiliario. –Ninguna persona puede impedirle a otra hacer algo si realmente quiere hacerlo. –Pero yo te di un ultimátum –dijo él–. Dejé muy claro que no toleraría que mi esposa trabajara. –Tal vez no estuvieras tan equivocado –contestó Aldana pronunciando despacio las palabras–. Nuestro matrimonio no habría sobrevivido si yo hubiera seguido mi carrera de cantante en solitario. Con el tiempo me di cuenta de ello. Pero lo que sí me dolió fue la forma como me lo dijiste. –¿Cómo te lo dije? Las palabras de Alessandro parecieron llenar la habitación. Era una pregunta que, en el pasado, él jamás habría formulado; sin embargo, la situación en la que se hallaban no era normal. No, nadie podría decir que fuese normal. La oscuridad le confirió valor para contestar con sinceridad: –Me hablaste como si yo fuera... como si fuera un objeto en lugar de una persona –respondió Aldana–. Como si fuera una persona cuya misión en la vida era simplemente servirte de adorno, como si mis sentimientos no contaran para nada. Como si pudieras borrar de  un plumazo mi carrera como cantante. Solo pensabas en ti, Alessandro, solo en ti. Alessandro respiró hondo y después lanzó un suspiro. Sintió el cuerpo de Aldana ponerse tenso y le sobrevino una oleada de arrepentimiento. Había estado ciego. ¿Era demasiado tarde para decírselo? ¿Para decirle a Aldana que se había comportado así porque no sabía otra forma de comportarse? –Tenía mis ideas sobre el matrimonio –dijo él–. Unas ideas que esperaba que, como mi esposa, compartieras conmigo. –Sí, eso ya lo sé. Lo que querías era una mujer sumisa, Alessandro. Querías una mujer que te dijera que sí a todo; sin embargo, no podrías haber elegido peor candidata que yo para eso. Yo me crié de un modo muy diferente al tuyo, alcancé el éxito empezando desde abajo y cuidé de mis hermanos y de mí misma toda la vida. Siempre había sido independiente. Y, de repente, apareces tú y esperas que me convierta en una persona dependiente. –Quería cuidar de ti –dijo Alessandro. –No. Querías meterme en una jaula. Una jaula muy bonita, eso no voy a negarlo, pero una jaula al fin y al cabo. Al principio ni siquiera lo noté por lo entusiasmada y embelesada que estaba contigo. Si me hubieras dicho que íbamos a vivir en una cueva al fondo del jardín creo que te habría dicho que sí. Alessandro hizo una mueca de disgusto por cómo había hablado Aldana de sí misma, como si no pudiera creer que se hubiera comportado de esa manera. Como si no pudiera creer haberle adorado. En el pasado. –Yo nunca había estado enamorado –declaró Alessandro–. Nunca había estado casado. Lo único que sabía era que a las esposas se las trataba con cierta reverencia. En la oscuridad, Aldana esbozó una cínica sonrisa. –Reprimir la espontaneidad y el talento de alguien no es reverencia, Alessandro, sino control. Tal vez deberías enfrentarte a la realidad y aceptar que no te va la vida de casado... o quizá deberías casarte con una mujer más convencional que yo, una mujer a la que le guste que la manipulen. Alessandro hundió la boca en los cabellos de ella y sus palabras salieron ahogadas por aquella sedosa suntuosidad. –Lo siento, Aldana. ¿Me crees? Aldana tragó saliva. La oscuridad pareció enfatizar el prolongado silencio. Todo sería más fácil si no le creyera, si pensara que Alessandro estaba diciendo aquello por conveniencia. Pero conocía a Alessandro lo  suficiente como para saber que hablaba en serio. –Sí, te creo –respondió Aldana por fin. –¿Y podrás perdonarme? Aldana cerró los ojos. Esa pregunta era más difícil de contestar. El perdón era complicado. Cuando se perdonaba se hacía un vacío en el lugar ocupado por la ira. Y entonces... ¿con qué se reemplazaba? Pero no podía continuar oponiéndose a él por el simple hecho de que estaba asustada de sus propios sentimientos. –Sí –susurró ella. No obstante, se apartó de Alessandro, no quería que la malinterpretase y que se tomara ese perdón como una luz verde para el sexo. Alessandro, frustrado al verla apartarse de él, se puso tenso. Aldana no solo se había apartado de él físicamente, sino que también había levantado una barrera psicológica entre los dos. Le costó un esfuerzo ímprobo, pero se limitó a darle un beso en el hombro y también él se dio la vuelta. Nunca había hecho nada así en la vida, renunciar a lo que quería. Renunciar a lo que, en lo más profundo de su ser, pensaba que era suyo. Con un gruñido quedo, fue al otro extremo de la cama. Pero tardó en conciliar el sueño




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