La suave brisa del viento agitaba sus cabellos. Ella, que se encontraba en el borde del risco, parecía no temerle a las alturas, pues miraba con gran calma el horizonte. Se encontraba en un estado de trance, ensimismada por el rítmico y suave movimiento de las nubes. Sólo se podía escuchar suave el susurro del viento. Ella disfrutaba mucho esa calma, por eso todos los días iba al mismo lugar, a la misma hora: la puesta del sol.
Sin que ella se diese cuenta, la observaban unos ojos curiosos: un pequeño niño que vivía cerca se había interesado por el extraño comportamiento diario de la joven, y quiso seguir su rutina escondido detrás de los árboles. Así todos los días sin falta, justo en la puesta del sol, iba tras ella, procurando no hacer ruido; él también admiraba aquella calma y no quería interrumpirla.
Pasaron días, semanas y meses, y la rutina continuó igual. Sin intercambio de miradas siquiera. Pero el chiquillo se moría de curiosidad por conocer al menos el nombre de la joven, y tan vez averiguar por qué todos los días venias al risco justo con la puesta del sol, a ver hacia el horizonte, como tratando ver algo que está mucho más allá de los límites.
Pero un día, que casualmente era gris y triste, que presagiaba cosas ominosas, el niño decidió romper el hielo. Mientras ella estaba en el risco admirando el horizonte, y dándole la cara al fuerte y furioso viento, el pequeño se acercó con pasos temblorosos e indecisos, con temor. Sin quererlo, pisó y rompió una rama bajo sus pies, la joven se sobresaltó asustada y dio un paso adelante.
Pero adelante no había nada.
Trató de gritar mientras caía, pero su voz fue tragada por el viento. Desde el borde del risco el niño observaba con horror como ella se precipitaba hacia el vació, hacia la muerte; y por fin pudo verle la cara: … era su madre.