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SIENNA
Dicen que cuando caes en un pozo sin fondo, cuando ya estás perdida, solo puedes mejorar. Esa idea fue la que me hizo tomar la decisión de decir adiós a mis padres, de dejar mi ciudad, mis amigos. Necesitaba un cambio de aires. Una renovación. Una nueva vida si no quería hundirme en mi propia miseria. Necesitaba una segunda oportunidad para ser feliz pensando que mudarme a la capital me daría todo lo que necesitaba para olvidar lo pasado. Merecía ser feliz. Merecía toda la felicidad que le quitaron a aquella niña un siete de junio cuando tan solo tenía siete años.
Solo siete años de vida de una niña a la que le diagnosticaron una enfermedad. Una enfermedad horrible. La pandemia silenciosa. El maldito cáncer.
En ese momento mi vida se derrumbó. Y no solo la mía, sino la de todos mis seres queridos, principalmente la de mis padres que dieron todo por mí, que sufrieron cada día en el que veían que la luz de su niña, de su pequeña, se iba apagando cada día un poquito más. Es una putada haberle provocado ese dolor inevitable, esa punzada en el pecho que no te permite vivir tranquilo al ver como la persona que más quieres puede morirse.
Nunca nadie espera que de un segundo a otro su vida cambie en un giro completo, nadie espera que una simple revisión, un análisis común pueda determinar tu vida. Nadie espera que un diagnóstico médico sea el inicio del fin. Que tu vida se ponga patas arriba. El inicio de una vida que ojalá no hubieras tenido que vivir con momentos que borrarías de tu mente incluso antes de haberlos vivido.
Nunca nadie te asegura una vida fácil, ni mucho menos dolorosa porque la vida es así. La vida es dura. Injusta. Una mierda muy grande. Pero, ¿sabes también qué es? Corta. Muy corta. Y sí algo aprendí de tantos años de enfermedad, fue que hay que disfrutar cada momento que pase, cada milisegundo de un reloj de arena que va cayendo sin parar. Sí. Así, describiría al tiempo, una corriente de granitos que van contando sin cesar los momentos que vas acumulando en tu vida.
Todos querríamos ser inmortales e intangibles pero desgraciadamente no es así. Los días pasan, las semanas, los meses, y sin darnos cuenta, los años han pasado tan rápido como un abrir y cerrar de ojos; y yo me negaba a estar de brazos cruzados esperando cualquier otra recaída en algún momento de mi vida como si fuese bienvenida –porque no, no lo sería nunca–. Lo había superado. O eso me dijeron los médicos. Ahora tenía que saltar, disfrutar, correr, salir, beber (bueno eso no era recomendable pero quedaba bien en la lista), sentir, llorar. En fin…Vivir.
Por esto y mucho más tenía que marcharme. Sí. No podía dar marcha atrás. Ya habían pasado varios años desde el día en el que por fin me deshice del cáncer y pude iniciar la rehabilitación de mi cuerpo para recuperar mi vida. Había tomado una decisión que me había costado demasiados dolores de cabeza y no podía darle más vueltas. Mis padres ya lo habían asumido. Les había costado tanto aceptar que su hija había crecido que al principio no se lo tomaron nada bien, de hecho, fue complicado convencerlos, pero al final, entendieron que sería lo mejor para mí. Lo mejor para mí si cumplía mi parte del trato porque, claro, no me iban a dejar irme así de rositas sola a quinientos kilómetros de ellos. Me hicieron jurar y perjurar que tenía que ir a las revisiones del médico cuando tocaran y que estuviera atenta a cualquier detalle de mi cuerpo.
Acepté. Estaba claro. Al fin y al cabo, entendía que tuvieran ese pánico. No podían arriesgarse a revivir ese pasado tan oscuro. Y yo, como hija, evitaría cualquier daño hacia ellos. No podría permitir verlos sufrir de aquella manera. Demasiado habían tenido que vivir ya por mi culpa, porque sí, era mi culpa.
De pequeña no era consciente de lo duro que era para ellos aquella situación como lo soy ahora. Con siete años no tienes la suficiente madurez para comprender todo aquello pero aún así, duele igual. O incluso más por el hecho de no entender qué haces allí, en un hospital, rodeada de personas vestidas de blanco que te enganchan a una máquina las veinticuatro horas del día, durante días y días.
La incomprensión también duele y duele explicarle a ese niño pequeño que debe permanecer allí, en esas cuatro paredes en lugar de ir al parque a jugar con sus amigos. Aunque hablamos de parque pero ni siquiera al colegio podía ir. Cuando estás enfermo te asignan un profesor particular que se desplaza al hospital para impartir los conceptos de clase y no abandonar al pequeño –que al fin y al cabo, no es más que el verdadero perjudicado de la situación–. No castigar a la víctima que no tiene culpa de que la vida sea injusta. No excluirlo. No retrasar la vida, ni ponerla en pausa. Simplemente, aprender de otra forma.
Fue horrible pero a la vez agradezco haber tenido la suerte de disponer de una persona que pudiera encargarse de mi educación primaria. A pesar de sentirme sola, me alegraban sus visitas, incluso empezaban a gustarme ya que era el único tiempo que me mantenía distraída. Era mi momento favorito del día. Bueno, después de las visitas de Kate, mi mejor amiga —nos conocimos en ese mismo hospital. Sí. Ambas éramos víctimas de esa enfermedad. Allí comenzó nuestra amistad. El cáncer nos unió haciéndonos mejores amigas—. Sin ella, no estaría aquí a día de hoy.
Lloraba mucho en mis días malos, el tratamiento me dejaba fatal y me sentía horrible. Me enfadaba con cualquier persona de mi alrededor pero incluso en esos momentos ella conseguía sacarme una sonrisa. Llegaba con un plan cada día, traía su muñeca y junto a la mía, nos lo pasábamos en grande en los momentos que podíamos compartir.
Ahí descubrí el verdadero significado de la amistad. El hecho de cómo una niña de tan solo siete años es tan fiel a mejor amiga que pasa la vida con ella en el hospital siendo sus cimientos. Su principal apoyo. Juntas reíamos, llorábamos y jugábamos. Pero siempre estábamos juntas en todo y yo no podía sentirme más agradecida a la vida por haberla puesto en mi camino el primer día de mi hospitalización.