Pijama de ratones, pasitos apresurados cruzando la sala hasta el gran ventanal.
Los gritos emocionados de la niña atravesaron la casa:
—¡Nieve! ¡Despierten, todo está lleno de nieve!
Y sin esperar respuesta regresó corriendo de nuevo a la habitación, ahora a hurgar en su ropero.
Abrigo azul, botas a rayas.
Papá Bach la ayudó a vestirse mientras ella, inquieta, no dejaba de apresurarlo; callado y paciente envolvió sus manitas en suaves guantes blancos, dejándola ir con una ligera sonrisa.
Ella se lanzó a su cuello y colocó un rápido beso en la mejilla del gran hombre.
Nieve blanca y esponjosa, nieve por doquier.
Y la pequeña Tchaiko estaba feliz, porque amaba la nieve; tanto como a los ratones, tanto como a la música.
Giró y giró sobre el blanco espacio, riendo sin parar, el listón moviéndose sobre su cabello rubio.
Su hermana Bąda se unió a ella más tarde, y las dos giraron tomadas de la mano.
Muñecos de nieve llenando el patio como un ejército.
Hicieron grandes y pequeños, primorosamente adornados.
Tchaiko jugó con ellos, vara en mano, como una orquesta de frío corazón a la cual dirigir.
Pero la pequeña rubia se disgustó, pues algo faltó en todo aquello y no tenía idea de lo que era. ¿Tal vez un cañón?
Ojos dormilones, azul mirada de sueño.
Varios bostezos escaparon de sus labios, y el cansancio cerraba sus ojos una y otra vez.
No quería marcharse de su blanco y frío paraíso, pero su hermana la persuadió con promesas de chocolate caliente y estofado de hongos, sin soltar su mano al caminar.
Pijama de ratones, dulces sueños blancos.
Papá Bach la arropó con cariño, besó su frente y dejó a la pequeña Tchaiko soñando con orquestas frías e infinitos días de nieve.