Reina Efímera

Acompañada

Avanzábamos a gran velocidad, dejando atrás campos y praderas. Al adentrarnos en el bosque los caballos dejaron de ir tan a prisa, su andar se volvió un trote ligero. Mis pensamientos seguían torturándome, me sentía sola y de nuevo perdida. Seguimos así por largo rato.

— ¡Ana! — Voceó Joaquín.

Me volví para verlo, me limpié las lágrimas, fingiendo valentía. Su rostro mortificado enmarcaba preocupación.

—Llevamos cabalgando por horas. Sería bueno descansar tanto ellos como nosotros. 

La dulzura en su voz a la cual estaba acostumbrada, parecía mortificada, débil. No me importó mucho detenerme, estábamos lejos de todo. Una vez más perdidos en un bosque en medio de la nada.

—Sí, detengámonos —Respondí sin ánimo, tragando saliva.

Me desmonté percibiendo todavía mis ojos llorosos. Eché una vista hacia atrás, Inés a una distancia prudente se había detenido, fingía ignorarnos sobándole la crin a su caballo.

Iba hacia Joaquín, pero al verlo bajar noté cierta dificultad en sus movimientos. Se dio la vuelta para ir a mi encuentro, fue entonces que comprendí lo evidente, algo estaba clavado a uno de sus hombros. ¡Cómo no me había dado cuenta de eso en todo el camino! Sumergida en mi zozobra y aturdimiento no me percaté.

Joaquín había sido herido y posiblemente desde que habíamos dejado la casa.

—¡Joaquín tiene una flecha incrustada! —Mencioné despavorida señalando hacia su brazo.

Apreté el paso, él se volvió a un lado denotando la aflicción en su expresión.

—¡Con qué razón sentía dormido el hombro! —Se quejó.

—¡Te dije que no regresaras por ella! Estás herido, con ella, pero herido.

La escuché acercarse. Se paró ante mí, endureciendo el semblante. El aborrecimiento que me dedicaba al mantener su mirada fija y desafiante aturdió a Joaquín.

— ¡Estoy bien! No es tan malo.

No fue necesario altercar con ella, Joaquín lo impidió. Evité darle mucha atención a alguien como ella.

—¡Dios mío, Joaquín! ¿Qué hace?

Me cortó el resuello mirarlo. Con gran fuerza por sí mismo intentaba desajustar la jara de su hombro.

—Debo sacarla o puede ocurrirme algo peor.

Dio un grito que me estremeció en cuanto logró desencajarla. La sangre fluyó escandalosamente, dejando entrever una herida profunda y muy desagradable. Me temblaron las manos, Joaquín perdía mucha sangre.

—Inés, ayúdame, trae algo con que presionar la herida —Pidió estertoroso y con voz débil.

Inés apretó los labios encolerizándose al dar una ojeada a la herida. Me sobaba la cara espantada, el exuberante fluido parecía indetenible; lo evidente sería verlo desangrarse si alguien no intervenía.

Con la culpabilidad mortificándome, tomé la orilla de mi vestido rasgándolo; le quité un retazo, el más grande que pude cortar. Quería ayudarlo, se me ocurrió cubrir la herida, aunque no sabía si obraba con diligencia. Asomé mi mano a él.

—¿Qué haces? —Profirió Inés airada.

Me apartó de un empujón violento. Caí acostada sin soltar el trozo de tela.

Con actitud retadora, se plantó frente a mí. Me paré tan pronto como pude; no logré contenerme, me lancé sobre ella. Ambas dimos contra el suelo, rodamos unas cuantas veces, quedé encima de ella, inmovilizándola.

—Tu hermano se desangra y peleas por tonterías. ¡Estás mal!

Me acomodó una cachetada en la cara de modo que la solté. Caí al suelo.

—Tú, eres la culpable de todo. Gracias a ti, mi hermano morirá. 

La cara me quedó caliente por el golpe. Enfurecida tomé energía y de un salto me arrojé sobre ella.

Logré devolverle la bofetada, quería seguir golpeándola hasta que las fuerzas me faltaran, pero alguien la apartó de mí, la sujetó de la cintura con fuerza. Ella forcejaba, daba de gritos sin poder soltarse.

— ¡Ya fue suficiente! No más, si intentas lastimarla, si lo intentas de nuevo, me verás forzado a defenderla.

Dejó de moverse, pero seguía tan irritada como yo. Joaquín la soltó. Bruscamente, ella se apartó sin dejar de clavarme la mirada.

—Ana, no se preocupe haga lo que deba, confío en usted. Lamento lo que pasó.

—¡Qué idiota eres! No puedes confiar menos disculparte con ella. ¡Qué puede saber esa tonta!

— ¡Inés, ya! —Vociferó Joaquín impacientado.

Él se acercó a mí. Si bien me hervía la sangre, al menos le había devuelto el golpe. Recogí con cautela el retazo, pero al levantarlo vi cuan sucio estaba, lo volví a lanzar y corté con fuerza otro pedazo de mi vestido.

Joaquín mostró una sonrisa apenado en cuanto mi mano se alzó a él. Asintió con la cabeza, cubrí la herida con mis manos temblando. El retazo absorbió casi de inmediato mucha sangre, tanta que fue inútil.

Inés mantenía una mirada de odio infernal a mis manos y a Joaquín. El roce de mis dedos me dejó saber que algo no estaba bien con él, su piel quemaba. 




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