Reina Efímera

Mis días largos

Estaba sola en la gigantesca habitación. Me senté sobre la cama observando todo a mi alrededor, parecía un sueño haber dormido a la intemperie y haber conocido con mis propios ojos guerreros, ninfas, una flor mágica, una bruja loca, un hechicero atractivo, muchos paisajes, pueblos, el inmenso mar; entre otras tantas cosas que nunca podría borrar de mi mente y menos de mi corazón. 

Una vez más me hallaba acorralada, encerrada como una prisionera; en una jaula lujosa pero presa como durante toda mi triste vida. Nunca fui consciente de ello, hasta que conocí parte de la libertad. Indudablemente el deseo de Jon recaía en que aprendiera a valorar lo que había tenido sin esfuerzo alguno durante toda mi vida, lo había conseguido, aprendí la lección.

Me puse de pie, contemplando todo, detalle a detalle. El muro en blanco tiza, mi guardarropa, una alfombra grande con hermosos bordados en el suelo, mosaicos, varios muebles, la cama alta sin dosel ni cortinaje, una mesa muy bien esculpida al lado de la cama; algunos candelabros, un neceser, el espejo y mis cepillos. Tal como debía ser esa inmensa habitación en la Costa Este, la misma que me esperaba desde niña cuando viajaba tan lejos de mi hogar. ¡Qué aburrido ser una Princesa! Por un momento, me convencí que podía ser más divertido ver la hierba crecer.

Vino de pronto a mi mente en toda esa frustración aquel canto a la luna, ese mismo que me hizo ser transportada al hermoso mar tranquilo.

Se me escapó una sonrisa, podía intentarlo. Me acerqué a la cama y sin titubear cerré mis ojos.

Me concentré recordando las palabras de Nigromante: la magia siempre está dentro del alma de cada ser viviente, nada es imposible para el que con fe persiste.

Luego de un rato concentrándome escuché de nuevo las olas revolviendo las aguas del mar, hasta percibí el aire fresco tocando mi rostro. Cierto temor se alzó en lo profundo de mi corazón porque si eso era verdad no podía ser racional. Preferí no pensar en ello, sino que me aferré al deseo de irme completamente y apreciar con mis propios ojos ese extraordinario lugar.

Aprecié el vértigo durante un momento, pero al abrir mis ojos increíblemente ante mí estaba la playa iluminada por la luna brillante y redonda. Absorta, encaminé mis pasos en dirección a la ribera. No quise dudar, me incliné para tocar con la yema de los dedos la superficie del agua que acariciaba la orilla de la arena. ¡Totalmente real! Fría a mis dedos.

Reí emocionada. ¡Lo había conseguido!

Pero de pronto una rara sensación recorrió mi vientre. Me volví atrás con melancolía, recordé que mi primera vez en ese lugar, Jon había estado conmigo. ¿Podía ser posible que lo encontrara a mi lado?

Con el corazón apretado y ansioso, recorrí con mi mirada el lugar. A la distancia mi percepción parecía jugarme una mala pasada. La dicha se elevó en mi alma al reconocer a Nigromante. Se encontraba en la parte más alta de la playa, y con él Jon.

En sus labios se dibujó una preciosa sonrisa lo cual me alegró profundamente, no estaba soñando. El caballero a su lado permanecía con los ojos cerrados, el viento le acariciaba dulcemente el rostro.

A grandes pasos me dirigí a ellos, yendo tan rápido como pude. Necesitaba conversar y darle las gracias a Jon.

Con el corazón latiéndome erráticamente, me paré ante ambos. Verlos tan cerca, me parecía altamente irreal. Saber qué hacía un instante me hallaba en la alcoba tan lejos de ellos, me hizo cuestionar lo que miraba.

Mis ojos se clavaron con maravilla en la preciosa mirada gris de Nigromante, quien parecía estar muy contento con mi presencia. Mostré una gran sonrisa.

—¡Nigromante eres tú! Y Jon está…

No pude terminar de enunciar lo que tenía que decirles. Una voz ronca se dirigió a mí impacientemente. La reconocí y aunque no quería tuve que volverme atrás.

No miré a nadie visiblemente, ni nada, pero todo giró. Pestañeé un poco antes de aclararme la vista. 

—¿Hija? ¿Cariño, estás bien?

Me llevó un poco de trabajo poder enfocarlo. Vi el rostro de mi padre atormentado, sus labios se movían, pronunciando mi nombre una y otra vez. Logré escucharlo después de verlo claramente.

Me di cuenta que me hallaba tumbada sobre la cama, boca arriba. Aún apreciaba un cierto vértigo, especialmente cuando con brusquedad me tomó de los hombros hasta sentarme. 

Tomé aliento, respiré profundamente un par de veces para disipar el vahído. Me volví a él al notar que se había sentado a mi lado.

—Alexia, estás pálida, ¿quieres que llame alguien?

—No, no… 

La vista de mi padre seguía sobre mí con afligimiento, mientras parecía muy concentrado en analizar mis palabras.

—Quería ver por sí mismo como estabas. Te marchaste del comedor, sin ningún motivo, pensé que te sentías mal. Y por lo que veo no me equivoqué.

Me acomodé el cabello, ya bastante mejorada.

—Padre, no es necesario. Ya casi me estaba quedando dormida; tomaba una siesta. Estoy bien.

—¿Estás segura?

—De eso, efectivamente. No voy a negarte que tengo demasiadas preguntas, pero sé que pocas obtendrán respuesta. Me siento afectada con la idea que puedes tener secretos.




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