Año Caxacius, Mes de la Hoguera, día 18
19:00 horas
Junto a él se encontraban otros dos hombres, en sus rostros -uno más joven que el otro-, tenían graves expresiones grabadas. Pero no podría ni adivinar lo que decían.
Su atención estaba puesta en otro lugar, muy lejano a cualquier conversación que estuvieran teniendo. Observaba sus labios moviéndose, sin lograr captar ni una palabra que salía de ellos.
Hace poco que habían llegado los tres, pasando rápidamente al jardín trasero de la mansión, que parecía más una fortaleza por los altos muros de piedra que la rodeaban, haciéndola ver impenetrable.
Ahora, con un estremecimiento que nada tenía que ver por el frío, levantó la mirada.
Los otros continuaron con su conversación y miró hacia el muro más alejado, a las copas de los árboles que se asomaban por encima. La noche era fría y tranquila, como de costumbre, pero él se encontraba de todo menos tranquilo.
Era como si de repente se viera incapaz de utilizar un brazo, excepto por el hecho de que realmente si podía.
La normalmente apacible corriente en su interior era ahora un furioso vendaval, y una débil súplica resonando en su interior, como traída por una energía tan firme y familiar que era imposible que fuera mentira, le hizo ponerse de pie de un salto.
—¿Han visto eso? –preguntó, su mirada fija entre la copa de los árboles más lejanos.
Podía jurar que algo brillante había salido despedido del suelo hacia el cielo, provocando que los árboles se balancearan a su alrededor, y luego ese destello había desaparecido rápidamente.
Los otros miraron hacia donde él veía, para luego regresar la mirada con desconcierto. Él, sin esperar respuesta, había comenzado a caminar hacia las caballerizas, sus pesadas botas pisando con firmeza el suelo cubierto de césped.
En el interior de su mente, notó un llamado fantasmal que rozaba el muro de hielo que protegía su consciencia, y sintió un escalofrío recorrer su columna, instándole a ir más rápido.
A dónde, no tenía idea.
Pero debía ir.
No se había alejado mucho cuando escuchó a los hombres, aun sentados en la mesa, hablar en dirección a él.
—Finalmente perdió la cabeza –decía el más joven, intentando sonar ligero, pero era un engaño.
La ansiedad en su voz era clara.
—No hay de qué preocuparse, Julian. Ellos siempre encuentran el camino a casa –dijo el segundo, confiado, pero él podía escuchar la preocupación oculta en el fondo de su voz.
Sentía sus miradas clavadas en su espalda e hizo una mueca.
Tal vez estaba perdiendo los estribos, pero que los Dioses ayudaran a quien intentara impedirle ir tras su hermana.
Porque lo destruiría y empalaría sus partes en lo alto de una montaña, si quedaba algo reconocible.
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Editado: 13.06.2023