Año Caxacius, Mes de las Letras, día 9
20:10 horas
Estratégicamente, habían aceptado ir a la siguiente fiesta a la que los Vazzelort habían invitado, yendo tras Asher hacia el antiguo edificio en una zona movida de la ciudad.
Había sido decorado para la ocasión, con guirnaldas y elegantes detalles en blanco y azul, y apenas ingresaron al salón divisaron a sus objetivos: al otro extremo de la habitación, visibles a través de la multitud del salón, en las únicas mesas del lugar tras unas delgadas cortinas blancas.
Ella, tomando el brazo de su mellizo, que desbordaba seguridad y tenía una media sonrisa en su rostro. Asher, frente a ellos, guiándolos hasta los Chadburn.
Se había ilusionado con la posibilidad de ver a Julian pero, según Joanne y Enriz, aún no estaba lo suficientemente bien para salir de casa.
A pesar de que en parte se preocupó por eso, y deseaba estar con Julian, se alegró de que no estuviera allí para observarla llevar a cabo el plan que había armado con Bastian.
Si Julian estuviera allí, hubiera intentado detenerlos. Hubiera matado a Bastian por dejarla ir sola, y la hubiera amarrado a una silla.
Hipotéticamente.
Después de un rato, ella se alejó entre la gente mientras Bastian hacía reír al grupo y la cubría.
Analizó a su objetivo desde la distancia, fundiéndose entre la gente.
Las mesas estaban alejadas de la gente, y las cortinas eran prácticamente transparentes, burlándose de cualquier tipo de intimidad, misticismo, calidez o sensualidad que pretendían tener frente al resto del salón.
Aunque a nadie parecía importarle.
Unos gigantes centinelas custodiaban la entrada, dejando entrar únicamente a aquellos anotados en una lista que tenían y a unos cuantos meseros.
Se dirigió hacia un pasillo tras un arco fuera del salón, sosteniéndose contra la pared y caminando lentamente, su rostro ligeramente contraído en una mueca de malestar.
En ese pasillo había muchas personas, meseros en sus sencillos uniformes.
Picaron en anzuelo.
Preocupados, al ver su estado, le ofrecieron amablemente su ayuda, y una muchacha la condujo por la cocina hasta una pequeña habitación al final.
Allí encontró una ventana y ella se sentó a su lado, la frescura de la noche acariciando su rostro. La mesera le ofreció un vaso con agua, diciéndole que se quedara allí el tiempo que fuera necesario.
Ella le sonrió, murmurando un agradecimiento, y la muchacha la dejó sola.
La puerta se cerró y ella esperó un momento, asegurándose de que nadie llegara de sorpresa.
Cuando estuvo segura, soltó las tiras del corsé de su vestido. En la habitación estaba rodeada de uniformes que colgaban de percheros, y no fue difícil encontrar uno de su talla y vestirse rápidamente.
Un momento después, ella salía del vestidor y se agachaba tras un mesón para examinar la cocina unos segundos antes de decidir aparecer tras unos cocineros, en su rostro la misma seriedad que cada uno de los meseros compartía.
Alguien puso en sus manos una bandeja con aperitivos, indicándole a dónde tenía que llevarlas.
Iban hacia el lugar opuesto al que deseaba ir.
Negándose a una derrota temprana, siguió detallando todo su alrededor buscando una solución rápida y sin levantar sospechas.
Los meseros, hombres y mujeres, energéticos y disciplinados, moviéndose de un lugar a otro, llevando bandejas con comida y bebidas.
Los cocineros, igual de eficientes.
Amables, y ella los había usado a su favor.
Observó a una muchacha que se encontraba a un lado de la puerta de la cocina, arreglando los botones de su camisa blanca mientras tomaba profundas respiraciones.
Tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido.
Ella se acercó a la muchacha con cuidado.
Le temblaban los dedos mientras se abotonaban la camisa, moviendo los labios en palabras no pronunciadas, y ella se colocó a su lado.
—¿Estás bien? –le preguntó en voz baja, y la muchacha brincó en su lugar abriendo mucho los ojos, alarmada.
Pero rápidamente se relajó al darse cuenta que llevaba el mismo uniforme, e intentó parecer segura al asentir con la cabeza una vez, firmemente.
Ella se le quedó mirando con fijeza, notando el nerviosismo y la manera en que sus labios temblaban; la muchacha negó con la cabeza lentamente, dándole cada vez más fuerza a sus movimientos hasta dejar escapar muy bajos sollozos, repitiendo una palabra múltiples veces.
No.
La puerta de la cocina se mantuvo abierta y la muchacha observó en dirección a una de las mesas al final del salón, palideciendo, sus ojos oscuros enrojecidos.
—No puedo volver allí –murmuró débilmente la muchacha.
De pronto, ella recordó que las meseras que entraban a esa zona y luego salían sus rostros se veían… diferentes.
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Editado: 13.06.2023