El viernes, casi a primera hora, Albert y Samantha se reunieron en la biblioteca para el análisis del proyecto de ecuaciones diferenciales que ella tenía que aplicar para modelar el movimiento y la tasa de vida de los tardígrados. Mientras las construían y deconstruían Albert noto que Samantha no era una chica frívola e irreflexiva, al contrario, manifestaba una madurez alboreante. Luego entonces se sintió culpino por toda la marejada de pensamientos que días antes, e incluso horas, brotaban de su mente a borbollones. Lo más seguro era que ella solo sintiera curiosidad matemática por él.
Al terminar la jornada Albert se dispuso a despedirse, pero antes que concluyera su adiós Sam le espeto:
-¿Me acompañas a la casa de mamá Alice? Mamá Alice es mi abuela, es algo excéntrica, pero con un verbo fulgurante de verdades.
Albert pensó que no era una perversidad acompañarla.
Su trayecto duro cerca de tres cuartos de hora durante los cuales Sam hablo sin parar sobre su abuela, su madre y sus hermanos. Su abuela era la madre de su padre. A su padre lo conocía poco ya que este prefería aislarse en sus largas horas de trabajo y con sus amigos que intimar con ella y sus hermanos. Por otro lado, su madre era la típica mamá con ideas tradicionales, venidas de siglos pasados, que pervivían sin importarle lo que sus prójimos dijeran.
De lo que estaba cierta Samantha era que no deseaba una vida semejante o igual a la de su madre. Siempre arguyendo que la posición de una esposa era como complemento y suplemento de su hombre. Replicando que ante Dios el hombre era el que debía de tomar la primera y la última decisión en cualquier asunto que atañera a su familia. Sí, la madre de Sam era medularmente religiosa y nunca estaba dispuesta a considerar puntos de vista opuestos a los suyos porque la biblia era la palabra de Dios y su brújula siempre sería su poderosa palabra.
Albert no comprendía como un humano, que contaba con una herramienta notabilísima, como es la razón, podía argüir que un libro tan desencantado fuera la palabra decisiva en todos los aspectos de su vida.
En esa misma hora Hellen y Nelly conversaban.
-¿Por qué no asistió Albert a nuestra cena habitual de los jueves? - preguntaba Helen, la madre estoica de Albert.
-Albert afirmó que su agotamiento era tan profundo que lo único que anhelaba era descansar y cerrar sus parpados – exclamo Nelly.
-Albert siempre encuentra el método para librarse de mí. Desde la infancia hacia lo mismo. Tenía una obscura predilección por sus amiguitos y por sus incansables juegos. Hasta la fecha me continúo cuestionando su conducta.
Nelly escuchaba a la madre de Albert, no sin cierta antipatía. Albert siempre le decía a Nelly toda la amargura que su madre descargaba sobre él, las infinitas reglas y estatutos, que, sin chistar, tenía que obedecer. Los decretos que ponían colérico a Albert eran, sin lugar a dudas, los de carácter religioso. Nelly procedía de una familia religiosa que practicaba su religión asiduamente, no obstante, ella era virtualmente atea. El mínimo por ciento que aún le quedaba de espiritualidad estaba orientado en la creencia de un Ser superior muy distante de los dioses de las religiones estatutarias.
Sin darse cuenta Nelly solo oía el sonido de las palabras de Helen, pero sin comprensión auditiva alguna sobre lo que significarán esas palabras. Realmente su ánimo para oírla era casi nulo, por no decir cero.
Entretanto Sam y Albert estaban a punto de llamar a la puerta de la abuela Alice. A los nudillos de Sam le faltaban milímetros para golpearla cuando, sin previo aviso, esta se abrió súbitamente. Sí, allí frente a ellos se encontraba de pie la abuela Alice, al tiempo que desplegaba una mirada esquizofrénica sobre ellos.
Albert no pudo dejar de notar que Alice era, por su apariencia, un ser sacado de una leyenda o de una novela siniestra.
-¿Quién este joven guapo y esplendente?
-Es Albert, un colega de la superior.
-Adelante, es mi casa, pero siéntanla como suya. Soy una mujer en soledad que solo busca mostrar al género humano que existe el espíritu, el alma y la vida eterna, y que cada uno de ellos está a un palmo de adquirir el conocimiento que los llevara a transformarse en seres perennes, inmortales.
Albert inevitablemente hizo una mueca de desaire ante tal afirmación. Esa mujer le empezaba a recordar a su madre, con sus aspavientos de religiosidad y sus gestos de gurú.
-Pasen, estoy a punto de iniciar la lectura de mis meditaciones, meditaciones que un hombre espiritualmente sabio escribió expresamente para mí. Tendrá eso unos veinte años, durante los cuales nunca he detenido mis meditaciones, mientras el aliento de vida de Dios infinito siga sosteniéndome. Sé que Albert supone que estoy tan loca que lo mejor sería atarme sin derecho a soltarme. Lo que no sabe Alberti – en este punto Albert se preguntó cómo es que la abuela Alice sabía que le llamaban Alberti – es que la ciencia y la espiritualidad son caras de la misma moneda, facetas del mismo diamante.