Su madre finalmente se había casado y, en esos momentos, se imaginó Isabella, seguramente estaría en alguna playa de Cancún con su flamante esposo dándose besitos como dos adolescentes. Él, ingenuo, disfrutaba de la vida de recién casado como un ratón disfrutaba del olor del queso y la esperanza de saborearlo, sin saber que al poner un pie en la trampa, sufriría hasta morir.
Mientras su madre se ocupaba de su recién adquirido esposo, Isabella disfrutaba de la estrellada noche en aquel pueblo recóndito de Óregon, donde las plazas infantiles estaban vacías a las tres de la mañana y el azote del viento contra las ramas se sentía con más intensidad, cómo si la soledad de la fría noche lo incitara a actuar con más libertad, con más soltura.
Isabella lo entendía al viento de otoño. A ella le sucedía lo mismo, sólo que todos los días y en todas las estaciones.
El viejo banco de madera crujió cuando se sentó en él, pese a que lo hizo con delicadeza y gracilidad, como cada uno de sus movimientos.
Frente a ella se extendía un pequeño parque de juegos, bañado de oscuridad y frío. Los únicos ruidos que oía eran a algunos coches a más de tres calles. Era una zona un poco abandonada y muy deteriorada. Los juegos estaban oxidados y débiles, y el césped probablemente le llegaría hasta las rodillas si entraba en el triángulo que encerraba los juegos.
Aún así, para Isabella era el lugar perfecto. No iba muy seguido, pues nunca frecuentaba los sitios, pero aquel parque sí que lo concurría cada cierto tiempo prudente. Había estado ansiando volver, y cuando supo que ya podía, se colocó el vestido acampanado más fino y se rizó su cabello dorado. Parecía sacada de un cuento de princesas, los cuales nunca leyó. Y la plaza... La plaza parecía salida de esos cuentos de terror que su madre tanto le había leído en su niñez. Isabella se dijo que, sin dudas, estaba creando la combinación perfecta de ambos.
Se alisó la falda floreada del vestido, colocó sus manos entrelazadas en su regazo y sonrió de cara a la plaza. El viento le agitaba con delicadeza los mechones y el frío le ponía la piel de gallina, pero valía la pena. Cada segundo.
Finalmente, y al cabo de un cuarto de hora, oyó una voz masculina a lo lejos. El viento se la trajo como una paloma mensajera.
—Sí amigo, llegaré en diez minutos. Guárdame un poco, eh —decía aquella voz.
Isabella se apresuró a ponerse de pie, sacó el celular que había guardado en su sujetador y comenzó a apretar con nerviosismo los botones al azar, cegada por el pánico.
—Tú no le hagas caso. Mujer que se hace la dificil, mujer que no... Eh, ¿te encuentras bien? —le preguntó a Isabella cuando dobló en la esquina y se topó con ella.
—No. Yo... Me han robado la chaqueta en una fiesta y... mi celular se quedó sin batería —tartamudeó Isabella con la voz débil y los ojos acuosos—. Lo peor es que no sé dónde estoy y este sitio me aterra...
Por fin ella alzó la vista y entrelazó sus ojos celestes con los suyos: negros como su alma.
—Eh, tranquila. Dime la dirección y te acompaño. Estás en buenas manos, es tu día de suerte —le informó con una sonrisa insinuante y una mirada pícara.
«Estamos de acuerdo» se dijo Isabella para sí.
—Tampoco recuerdo la dirección. Ni siquiera vivo aquí. Vine específicamente a una fiesta.
—Pues no debería andar una niña tan bonita como tú en lugares que no conoce.
—No creí que...
—Ya. —El joven le cruzó un brazo por los hombros y la atrajo hacia él con una sonrisa boba que Isabella reconocía más que bien—. Vamos, te llevaré a la zona céntrica.
Pero no esperó a que ella respondiera, simplemente caminó con ella debajo de su ala, obligándola a seguirle el paso. Isabella no acotó nada y obedeció cual niña inocente e indefensa. Observó que el muchacho llevaba un abrigo grueso y pesado de cuero negro —lo cual dificultaba la tarea—, pero justamente esa era la razón por la que ella no llevaba nada más que aquel bonito vestido. Ya había cometido el error una vez y le sirvió para no volver a repetirlo.
Caminaron en silencio alrededor de cinco calles, pero la luz céntrica nunca llegaba, al contrario, se alejaba. Así como los ruidos y la escasa gente que podía haberse cruzado en la plaza.
No sabía si agradecerle por facilitarle la tarea u odiarlo por quitarle la diversión. Supuso que quizás aún era muy temprano para pensar en las palabras finales. Al final de cuentas, estas llegaban en el punto más alto. En el clímax.
—Tengo mucho frío —murmuró Isabella, tiritando y abrazándose con ahínco. El joven frenó el paso de inmediato y la examinó de arriba abajo con una mirada seria y escalofriantemente tranquila. Al cabo de un minuto, retrocedió un paso y se quitó el abrigo con agilidad.
—Tu belleza me hizo perder los modales, ten.
Pero no se la ofreció. Se limitó a ponérsela él mismo, aprovechando la ocasión para tocarle las caderas, en vano, ya que no se la prendió y decidió subir hasta sus costillas.
—¿Qué haces? —preguntó Isabella con voz temblorosa. Él ni siquiera la miró; tenía los ojos fijos en sus pequeños y firmes pechos.
—Te toco —se limitó a responder con una sonrisa pequeña y malévola. Luego la fue empujando hacia atrás con el peso de su cuerpo, hasta introducirse juntos en un callejón oscuro y sin salida. Los dos edificios que lo cerraban eran tan altos que no dejaban entrar la poca luz que venía de los faroles lejanos. Únicamente se oía la respiración acelerada de ambos. Tampoco se podían ver, y la verdad es que era una pena: Isabella deseaba ver su arte, siempre; pero tampoco podía negar que la oscuridad era su aliada. Su cómplice. La única testigo.