Inicié armándome de valor a principio de año. Decidí que era momento de hacer lo que quería y más valía iniciar de una vez por todas y no perder más el tiempo.
Quería cambios, pero no me estaba esforzando por lograrlos y si somos sinceros, lo único que cae del cielo es la lluvia.
Investigué por internet y hallé una academia de artes. Con a penas la mitad de lo que cuesta el semestre, me inscribí.
Recuerdo que ese fin de semana mis primos fueron a tatuarse, así que sin darle mucho rollo al asunto le puse mi espalda a un apuesto tatuador.
Comenzaron las clases.
Les juro que jamás me había sentido tan emocionada; el lugar no era muy grande, pero todo lo que enseñaban y la cantidad de alumnos que asistían lo hacen acogedor y genial.
Además, tendría compañeros.
Inicialmente no hablábamos mucho entre nosotros, pero desde ese primer día comenzaron a armar los grupos.
Noté con algo de desinterés que, aunque hablaba lo normal con todos mis compañeros, ciertamente no me sentía incluida en ningún grupo en particular.
Me había acostumbrado a estar sola, me enseñé a hacer todo por mis propios medios. No me apegaba a nadie, ni me ataba a nadie.
Las ataduras llevan a expectativas y las expectativas a decepciones. La mayoría de las veces resulto siendo yo quien decepciona a los demás.
Sin embargo, allí el ambiente es muy relajado y sin mucho esfuerzo llegué a notar que muchos de mis compañeros compartían mi modo de pensar; no en totalidad, pero sí, en aspectos claves, aquellos pensamientos que me han llevado a alejarme de las personas.
Luego llegó él.
Pero no, no se equivoquen. No llegó nuevo; él ya estaba allí desde un principio. El líder, el compañero que dio la iniciativa de un grupo de WhatsApp para mantenernos informados de las actividades que compartíamos. Él, quien una tarde me pidió que grabara un video en donde él ponía en marcha una particular escultura y quien pensó que le había estado tomando del pelo cuando pidió que le compartiera el video y solo dos horas más tarde lo recibió.
Y quien luego no tuvo reparos en burlarse de la poca calidad del internet que poseemos.
Ese que en otra tarde de clase compartió su opinión del mundo y la sociedad, opinión que me golpeó de lleno, puesto que no difería mucho de mi pensamiento.
A principios de la siguiente semana me escribió, afirmando que sentía una negra y viscosa envidia ante el hecho de que yo podía pasar toda la semana dibujando y él simplemente podía sacar unas cuantas horas.
A partir de ahí se forjó una amistad peculiar, una en la que compartíamos cosas, como mis fobias. Las cuales más adelante serían usadas por él en mi contra.
El obsequio de uno de mis dibujos específicamente para él, varias noches de insomnio charlas hasta las dos de la madrugada y opiniones mutuas sobre muchos libros, obras de arte, humor negro, buena música y sobre todo, mucho pero mucho bullying mutuo.
Finalmente llegamos al día de mi cumpleaños. Bueno, en realidad fue dos días antes de mi cumpleaños.
Una compañera había dado con la fecha debido a un descuido mío y muy intencionadamente lo había compartido en ese pequeño grupo de cuatro que habíamos formado por pura casualidad.
Al sábado siguiente ella me dio un obsequio por adelantado. Y él, sí, él también me dio un obsequio.
Un bonito dibujo de un gato que dejó ver por error nada más entrar a la primera clase.
Casi le parto la madre cuando le pedí que me lo mostrara y se negó. Durante toda la mañana se negó a aceptar que tenía el dibujo de un gato en su carpeta, por lo que finalmente pensando que me metía en terreno personal decidí por el bien de mi orgullo dejar pasar el tema.
En la tarde, a la hora de almuerzo, cuando mi compañera, quien ya me había avisado sobre su obsequio, finalmente me lo entregó, él también abrió su carpeta y sacó una hoja de cartulina en la cual tenía escritas unas cuantas palabras. No pude evitar sonreír como estúpida al leer todo lo que en una corta frase ponía.
Puesto que tan solo en cinco renglones noté que todo lo que hablábamos, todo lo que nos contábamos, él lo guardaba y lo más importante, lo recordaba.
Al darle la vuelta a la hoja, vi el gato.
Era su obsequio, para mí.
Supongo que nunca me había sentido tan especial como en ese momento, porque a pesar de que muchas personas han celebrado conmigo esa fecha y otras cuantas la han olvidado, no había ocurrido que alguien realmente hubiese apreciado lo suficiente de mí como para saber que lo que más me agrada es que realmente tomen en cuenta lo que digo.
Era en ese tipo de momentos en los que en realidad me gustaría ser cariñosa con los demás y expresar mis sentimientos, pero no me es posible. No tengo mucha confianza en ese campo, lo mío es el sarcasmo, las bromas y las bobadas.
Me hubiese gustado decirle lo mucho que aprecio su obsequio y no solo me refiero al hermoso gato dibujado en carboncillo, sino a lo que me demostró.
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Editado: 01.08.2018