La señora no dejaba de llorar por su hijo muerto. Era perfecto decía, mientras lo comparaba con las imperfecciones de su hijo vivo. No quería dejarla así pero se le hacía tarde, por lo que le pidió que la acompañara a la iglesia con la promesa de retomar la conversación. Ya no quedaba lugar para sentarse, así que tuvieron que quedarse en el fondo y de pie el resto de la ceremonia.
Pero no llegaron tarde, lo hicieron justo para presenciar el rompimiento de una tradición de años. No llegaron tarde, llegaron justo para ser testigos, de como el azar escogía a su indómito hijo para coronar a la virgen. Se escucharon murmullos de desaprobación pero a la virgen madre él le pareció perfecto, en el momento perfecto, en el perfecto tiempo de Dios Padre.