—No continuaremos el tratamiento y le quitaremos la máquina de respiración—dijo el doctor, mirando la inconstante respiración de una joven decumbente sobre la cama hospitalaria—No podemos hacer nada más.
Esa joven solo tenía quince años y ya había luchado una guerra que no escatima edad y, por mala suerte, se le acababan el tiempo. Raquítica, pálida e ignorante de los hechos a su alrededor, ya no le queda nada y, lo peor, es que tampoco deja nada en la tierra de los vivientes. A la mitad de su edad, conocía los designios de Dios, no podía amar, no tendría descendencia ni mucho menos vería cumplirse su más presionado sueño, el sueño de disfrutar la vida. Puesto al disfrutar los pocos años que le fueron otorgados, en la mayoría de sus recuerdos solo yace el sufrimiento.
—Lo lamento…—expresó triste el mismo doctor quien, invadido por la nostalgia y la desesperanza por no haber podido hacer más, renuncia a la idea de mantenerla con vida; aunque su corazón le grita que no pierda la fe. —Te daré tiempo.
Su rubia madre, de pie en una de las esquinas de la cama, observó como las enfermeras comenzaban a desconectarla del respirador artificial. No quiso pensar en cuanto tiempo duraría respirando con ronquidos, los cuales en ese momento empezaban a sonar. Se acercó a ella tratando, como en los casos anteriores cuando recibía malas noticias, de no derramar ninguna lágrima en frente de ella. Puede que, en muchas ocasiones, su hija no le reconociera o ni percibiera su existencia; pero no se debilitaba ni ante ella ni ante su familia. Se había prometido ser fuerte por las dos. No obstante, tomando una verde silla plástica, lecho de descanso nocturno, se sentó adjunta a su cama y suspiró segundo a segundo, ansiando la salida del personal médico. Una vez fuera, ella fragmento su esperanza y, por aquella vez, las lágrimas empezaron a correr por su rostro. Pasó su mano con delicadeza por su calva cabeza como era su costumbre y le besaba en la mejilla una y otra vez, sin importarle el añejo olor que desprendía el cuerpo. Ella olvidó por completo que estaba en una habitación de hospital compartida con otras tres jovencitas que, tarde o temprano, compartirían el mismo destino que su hija.
La mujer adentró su rostro sobre las sabanas viejas que cubrían la cama al detallar que los transeúntes del pasillo le miraban llorar. No deseaba hacer sentir mal a ninguna persona ni mucho menos dar lástima y, evitando con todas sus fuerzas tal espectáculo, no deja salir el eco del dolor que se atoraba en su garganta. Cerraba su boca y se lo tragaba de nuevo, tanto así que el mismo corazón le dolía, posiblemente, sería un infarto; pero ella no quiso avisar a nadie, solo continuó llorando al lado de su pequeña. Recordó entonces su nacimiento, sus primeros bocados, sus primeros pasos y palabras, y el día cuando la aventura del cáncer empezó, la pequeña solo tenía cinco años.
Los comentarios se hicieron presentes. Uno de ellos viendo la situación, comprendió lo que sucedía; pero otros, más curiosos, no dudaban de preguntar a las enfermeras:
—Está en su fase terminal—les respondían ellas—cáncer de cerebro...
—¡Ah! ¿Tan joven? ¡Pobrecita!
—Si… Lamentablemente, el cáncer no tiene edad…
Y por eso, se compadecían aún más.
—Comprendamos que a veces, —dijo uno—existen circunstancias que se escapan de nuestras manos y, aunque no queramos, debemos dejárselo a un ente superior.
—A veces, también se nos olvida que las probabilidades de obtener algo—expresó otro—pueden ser infinitas, pero lo único seguro que tenemos en vida es la muerte.
Por consiguiente, aquella valiente mujer no se cansó de susurrarle al oído “Te Amo” e indicarle lo orgullosa y agradecida que estaba por haber coincidido con ella en esta vida. Unos minutos después de hablar con ella, el cansancio se apoderó de su cuerpo rodeado de lágrimas y esta se durmió.
Abrió los ojos, se encontró dentro de un brillante jardín. Flores azules, verdes y violetas parecidas a los girasoles, le rodeaba. El viento era fresco y parecía un día soleado, aunque el sol no le quemaba. Cerca de ella, un camino con borden dorados se expandía hacia el infinito. Aves volaron hacia un lugar distante que se suspendía en el aire, se sorprendió. Aquel lugar, no lo identificó por la distancia que los dividía, pero avanzando un poco, detalló a un palacio semejante a los cuentos de hadas. El palacio resplandecía a través de una aureola que rodeaba cada uno de sus bordes. Tenía varias puertas y ventanas alrededor. La puerta de la entrada se abrió despacio y, cuando terminado de abrirse, le permitió ver una luz en su interior. Personas salieron volando de él, eran pequeños y, al parecer, tenía alas. No los distinguió a lo lejos, pero al llegar a ella, contempló su hermosura infantil y una luz intensa les cubría. Las alas de eso diminutos se cambiaban de color como los del arco iris cada cierto tiempo. No sintió temor, al contrario, una paz le abrazó hasta cubrirla de felicidad.
—¡Es hora! —dijo uno de ellos con voz infantil—despídete, por favor.
—¿Despedirme! —preguntó la señora— ¿De quién?
De repente, ella sintió como tomaban su mano izquierda y, anonadada, se quedó inmóvil al ver el rostro resplandeciente de su hija. Su larga, ondulada y castaña cabellera ondeaba con el viento. Sus ojos tenían vida y se encontraban abiertos. Su piel rosa y vigorosa se dejaba ver. La mujer lloró y dando un salto, la abrazó.
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Editado: 15.07.2021