—Lo siento, señor Carmona. Nosotros ya no podemos hacer nada más—indicó el doctor con pesar en su semblante.
Mi madre gritó y mi padre trató de persuadirlo. ¿Era imposible? Ellos ni yo queríamos ese final para mí. El doctor intentó tranquilizarlos, pero ninguno le hizo caso. Lloraron. Empecé a hablarles diciendo que se calmaran, aunque yo también quería alguna solución; pero tampoco me escucharon.
—Dios, si existes, ayúdame por favor— oré— no quiero vivir lo que vi anoche.
¡Fue horrible! No se lo deseo a nadie que este muriendo. ¡Lástima que, en esta habitación, los ocho estamos sentenciados a encontrarnos con ellos! ¿Habrá esperanza?
Entonces, recuerdo cada escena de la noche anterior:
“Mi madre dormía a mi lado. La llamé varias veces, pero ella no despertó o, mejor dicho, no me oyó. ‘Igual que ayer’ pensé y repitiéndome ‘¡ya lo sabía!’ innumerables veces, pues era la única palabra que mi subconsciente prácticamente gritaba, ‘ya lo sabía, esta noche ocurrirá algo’. No quería que anocheciera, mas así es la naturaleza y ella no se detiene.
Al principio, escuché el sonido de un tren sobre rieles. ¡Imposible! No pasaba ni siquiera una avenida cerca del hospital. Era imposible, pero de repente unos rieles cubierto de fuego aparecieron pasando por la entrada de la habitación y se perdían por el pasillo. Y conforme avanzaba el tiempo, se escuchaba más cerca el sonido que anunciaba al tren. Mantuve la zozobra por unos minutos cuando, por fin, llegó a la habitación aparcándose lentamente. Era un ferrocarril antiguo de color ladrillo. Tenía amplios ventanales y oteé varias personas reflejándose a través de las vidrieras. El fuego, en sus característicos colores, lo cubría y desprendió un aroma fétido que ocasionó una tenebrosa sensación a mi inerte cuerpo.
—Mamá—susurré, pero yacía como muerta.
De pronto, las puertas de los vagones se abrieron y salieron unos hombres que vestían como médicos, pero inmediatamente al verlos, supe que no lo eran. Eran altos, corpulentos, y cojeaban. No precisé sus rostros a causa del tapaboca en sus caras, pero si los colores de su piel. Morada y azul. Sus brazos eran fuertes con manos de mujer.
Ingresaron a la habitación y acercándose al decumbente chico ubicado frente a mi cama, hablaron a su oído. No escuché que le dijeron por la distancia. No obstante, por lo dicho, aquel abrió sus ojos de golpe y gimió. Nadie le escuchó. Yo sí, por supuesto. Ambos sujetos se bajaron los tapabocas dejando ver sus rostros, me espanté. No tenía labios, solo dientes puntiagudos y, de repente, abriendo sus bocas, se asomaron unas lenguas gruesas y babosas que enrollaron el cuerpo del chico, presionándolo. Le jalaron.
—¡Al fin!, serás uno de los nuestro—expresó el de color de piel morada casi mordiéndose la lengua mientras le agitaba.
Musité el nombre de mi madre, creo que se dieron cuenta; pero antes de que me vieran, aparenté dormir.
—¡No! ¿Qué me están haciendo? —escuché decir luego, era el muchacho.
Quise abrir los ojos. Tenía miedo, por eso me contuve.
—¡No! ¡Déjenme! ¡Nooo! —escuché de nuevo. Tuve curiosidad, debatí por unos segundos si abrir los ojos o no, aunque al final lo hice.
Algo blanco se desprendía a través de los pies de aquel joven. Noté que era empujado por la lengua de uno de los demonios, específicamente el de piel azul. El otro, en cambio, había retirado su lengua y se gozaba con lo que presenciaba. Su alma estaba siendo sacada del cuerpo. Él se resistía a abandonarlo y, con bruscos ademanes, trataba de quitárselos de encima. Lo siguieron empujando, pero con sus manos se aferraba de la cama. El compañero diabólico sacó un machete cubierto de fuego anaranjado y corto un hilillo blanco que lo unía a su cabeza. Convulsionó y dándose cuanta su padre, encendió las luces de la habitación.
—Hijo… Hijo…—gimió.
Entraron las enfermeras corriendo y tocándolo por todas partes, se dieron cuenta que emitía pequeños ronquidos, síntoma explícito de un paro respiratorio. Seguidamente, corrieron desesperadas buscando a los médicos. Esos tipos se rieron a carcajada y maldijeron a los presentes, anhelando el día de todos, incluso el tuyo.
En fin, con la cabeza suspendida, parecía no sentir dolor. Me equivoque. De repente, su cuerpo se llenó de fuego y gritó desesperado:
—Me quemo, me quemo. Por favor, ayúdenme…
¿Cómo era posible lo que mis ojos veían? Su cuerpo se estaba derritiendo. ¿Acaso no era su alma? Lo más sorprendente, fue ver como se derretía y se reconstruía generándole más y más dolor. La máquina no marcaba señales de vida. Su padre gritó y mi madre empezó a llorar. Le hice señas; pero no me vio. Siguió sin verme. Ella entendía el sufrimiento de aquel hombre. Se me acercó y me abrazó con fuerza. Intenté susurrar su nombre; no obstante, no hubo respuesta. Me llamó la atención un sonido metalizado y me concentré en él. Acto seguido, colocaron cadenas en los miembros carbonizados que se regeneraban. Jalaron la cabeza al chico que gritaba deshaciendo otro pequeño hilo que lo unía al cuerpo, entonces el chico murió por fin. Declarado occiso a las 03:08 A.M.
—No, no, no—gritó el padre, desolado.
Ellos ignoraros sus gritos y caminaron saliendo de ese cubículo. Uno de ellos, se quedó mirando hacia mi lugar. Cerré mis ojos de nuevo, ignorándolos.
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Editado: 15.07.2021