Me estaba recostando sobre una camilla blanca. Era una mujer muy hermosa, hasta los guantes y el barbijo le sentaban bien. Las calzas apretaban firmemente sus piernas torneadas, su figura era armónica y despampanante, era un pedazo de cielo ante mis ojos.
Tomó unas tijeras y un bisturí. Mi sangre se escurría entre las hojas del primero, y en el segundo se hallaban partes de mis pulmones. La tijera tiraba mi piel y la despedazaba. Podía sentir como el tejido crujía y se quebraba. El aire se me iba, me estaba desinflando como una pelota.
—Señorita, ¿le puedo pedir un favor? — le dije en voz baja, mientras ella removía mis pulmones. —¿Me podría traer un cigarrillo, por favor?
Ella me ignoró, como lo había presentido. Su boca se abrió y dejó ver los vidrios rotos clavados en sus encías. Parecían reflejar mi alma con aquellos colores apagados, casi muertos. Mordió el músculo central de mi espíritu, metiendo su cabeza en mi pecho. Vi como la carne roja se deshacía en su boca mientras ella me miraba fijo con sus ojos perdidos. Esos ojos vacíos eran aterradores.
Necesitaba un cigarro, definitivamente. Era la única salida para calmar la ansiedad.