Relatos del Bosque Rojo

¡Quémenlo todo!

No sé leer ni escribir… pero estoy seguro de que él me otorgó el poder cuando le hice saber lo que me preocupaba. Y es así como puedo entender lo que dice este viejo libro, y escribir lo que se me ha pedido.

Llevábamos ya muchos días cabalgando con rumbo a esta ciudad de paganos, cuando se nos informó que debíamos deshacernos de todos esos escritos que almacenaban en una bodega secreta. Y así lo hicimos, atacamos por sorpresa, y después de derribar uno de los muros que protegían la “biblioteca”, agarramos todos estos pergaminos y los pusimos en una pila para enseguida quemarlos y borrar todo rastro de pecadoras afirmaciones.

“El mundo no es el centro de todo” Dijeron que estaba escrita en una de estas, y no pude hacer más que reírme. ¿Cómo es que creían semejante barbaridad cuando el Libro Sagrado decía que era todo lo contrario? Pues no estaban bajo la protección del Padre Celestial, así que no me importó. Luego de asegurarnos de que no hubiera brujas escondidas en los carruajes, abandonamos aquel sitio para dirigirnos a la capital, por supuesto, no sin antes indicar que una que otra tropa se quedara vigilando el territorio recién conquistado hasta nosotros volver dentro de un mes.

Al llegar a la gran ciudad que era la capital, el gobernador nos recibió con alegría y nos informó de los planes que tenía el rey para nosotros.

“Han estado haciendo un maravilloso trabajo hasta ahora. Es hora de que se dirijan al sur y empiecen a purificar aquellos impíos parajes. Eso es lo que ha dictado el rey Stronzo” Nos comunicó el gobernante, tras reunirnos a todos en las afueras de su palacio.

Tras lo cual, nos dispusimos a descansar una noche en la cuidad, y a luego partir en dirección hacia aquellas aún desconocidas tierras la mañana siguiente, una vez que hubiéramos recuperado las fuerzas.

El plan era dividirnos en tres grupos diferentes, para así acercarnos a ellos de varias direcciones y acorralarnos. Lo que funcionó, y terminó por darnos la victoria. ¡Tantas almas condenadas al sufrimiento por no querer aceptar al Padre Celestial! Era impresionante, cuanto menos, pero sobre todo, justo.

Fue en uno de estos largos enfrentamientos con los paganos, que me di cuenta de que ya no me movía como antes. Mis músculos se cansaban rápido y se  volvían luego tiesos sin razón aparente ¿Estaba envejeciendo? No… no tenía la edad para ello, así que deduje que sería una enfermedad. Y aparecer mis sospechas fueron acertadas, porque los médicos que me revisaron un día, así lo sugirieron.

Mi piel empezó a palidecer, y a lo largo de la superficie de mi cuerpo empezaron a crecer una especie de ampollas amarillentas. Además, dejé de caminar una semana después, y cuando apenas podía abrir los ojos del dolor, la gente empezó a preocuparse de que podía tratarse de algo serio.

El primer tratamiento que probé, fue la sangría. Hicieron en varios puntos de mi cuerpo unos cortes con un afilado cuchillo, y dejaron luego que la sangre brotara de las heridas por un buen tiempo. Sin embargo, tras hacerlo me sentí aún más débil, así que no pude evitar preguntarle a aquellos médicos de qué servía sacar la sangre de mi ser a borbotones.

“Bueno… a través de las heridas, la sangre mala, contaminada, sale, y después de eso te quedas con la sangre normal. Además de eso, si en algún punto de tu cuerpo se había quedado atascada, ahora puede fluir con normalidad.” Me respondieron.

“¿Pero cómo saben que la sangre que sale de mi cuerpo es la mala, y no la buena?” Pregunté, no muy convencido de la veracidad de su respuesta.

“Es así y punto… la sangre buena se queda, y sale solo la mala, el Padre Celestial lo ha hecho así, y nosotros no lo cuestionamos.” Después de eso ambos hombres se retiraron y me dejaron solo y moribundo sobre una pestilente cama llena de pus, sangre seca, y sudor.

Estaba empezando a perder la esperanza de recuperarme, cuando de pronto se acercó a mí una joven monja, que empezó a hablarme de que conocía un par de  curas que podían darme algún consejo para curarme.

Sin muchas expectativas, dejé que me llevara junto a aquellos hombres en una carroza, pero luego, tras varias horas de viaje, empecé a sospechar que en realidad no nos dirigíamos a tierras bendecidas, sino a territorio pagano.

Si estábamos cerca de una iglesia, debería empezar a oler a incienso, pero el aire no olía a nada más que a podredumbre. Entonces no detuvimos, y luego, tras esperar pacientemente que la mujer me dijera algo, esta se acercó a mí y me llevó al rudimentario asentamiento bárbaro del que en realidad provenía.

Los toscos y nada agraciados rostros de los hombres del lugar no tardaron en dirigirse hacia mí, para luego mirarme con asco. Yo no me quedé atrás, y les devolví a todos y cada uno de ellos una mirada de profundo desprecio.

¿A dónde se supone que me llevas mujer? Le pregunté a la falsa monja, pero esta no me contestó nada, solo siguió empujando la plataforma con ruedas sobre la que estaba yo, hasta llegar a un claro rodeado de grandes estatuas de piedra. En el centro, tras una fila de medianas y redondas rocas, se hallaban amontonados unos veinte libros.

La mujer entonces profirió un sonido extraño, y enseguida llegaron los demás hombres uno detrás de otro, para luego ubicarse alrededor de mi lecho como si pretendieran iniciar una especie de ritual pagano.

Me empujaron hasta donde estaban los libros y me cubrieron con hojas secas y ramas, aprovechándose de que no podía mover ni un dedo y de que no tenía fuerzas para gritar. Luego, se agazaparon y se mantuvieron en silencio un buen rato, para finalmente, empezar a bailar a mi alrededor y a cantar en un idioma extraño seguramente aprendido de los demonios del inframundo.

Tras haber estado en movimiento por lo menos una hora, decidieron entonces volver a hablar en una lengua conocida por la gente de bien. La mujer se dirigió a mí, y apuntándome con un dedo propio de bruja gritó: “¡Quémenlo todo!”



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En el texto hay: tragedia, flores, aventura misterio

Editado: 24.02.2021

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