Relatos varios

El primer y último deseo (2/3)


    No sabía cuántas veces había pasado por el mismo punto. 

    ¿Nunca habéis recorrido un camino de forma casual y una planta, una piedra o una grieta capta vuestra atención momentáneamente y pensáis “bueno, e ahí un detalle que seguramente olvidaré”? Pues había repetido sus pasos tantas, y tantas y tantas veces, que hasta era consciente de la velocidad a la que crecían las malas hierbas mientras agrietaban el suelo.

    Llevaba tanto tiempo siguiendo sus propios pasos en la oscuridad que incluso era consciente de cómo el ruido del viento había ido bajando en intensidad al cambiar la topografía de los alrededores.

    Ningún tirano omnipotente ni ninguna mano gentil podía evitar o cambiar el hecho de que el desarrollo solía ir acompañado de dolor. Y él, desde su perspectiva, había sufrido mucho.

    El paso del regodeo inocente al terror y a la inconsciencia habían definido su carácter como el sílex que es golpeado para ser afilado.

    El crisol de la vida.

    Se había despertado y miró a su alrededor confundido, encerrado entre los muros de su antigua corona, ahora taponada y con la oscuridad como única compañía. El vestigio de su gran cuerpo, de un glorioso pasado y de una feliz infancia. Pero ya no era tan grande y se arrepentía de no haber valorado más su situación anterior. Lo que tenía.

    Había dado tanto.

    Seguía viviendo gente por los alrededores, pero no acudían a él. Por lo que estaba sólo, encerrado con sus pensamientos y no hacía otra cosa que no fuera pensar. 

    El olor de la bosta, el ruido de los niños, el martilleo de la forja. Participar en todo aquello. Fueron buenos tiempos. Tiempos en los que jamás se planteó su identidad más allá de su función, pero ahora podía comprender el potencial que aquella gente tenía encerrado dentro de sí.

    Un potencial que abarcaba tanto la mayor de las grandezas como las más grandes barbaridades. Y él, en su celda, aprehendiendo la diferencia fundamental entre sus razas, reflexionaba si estaba dispuesto a creer en ellos o no cuando la vida volvió a ponerlo a prueba.

    Un rayo de luz plateada atravesó la oscuridad y una moneda rodó a sus pies.

    De inmediato, dos dedos de agua se alzaron por encima del barro del fondo, pero ningún cubo apareció para pedirle nada. En cambio, llegaron a él las vibraciones de una petición susurrada en voz queda. Como el sacerdote de voz profunda que sabe donde colocarse en su templo, o como el actor que conoce del anfiteatro el punto de mayor reverberación.

    Él sólo tenía que escuchar, y lo hizo. Escuchó una petición sincera, llena de dolor y de pena por una madre que no podía levantarse de la cama y para la que no había esperanza.

    Escuchó cómo el llanto contenido se convertía en respiración trabajosa y luego en leves gemidos puntuales debido a la dolorida garganta.

    Finalmente, escuchó cómo unos pasos empezaban a alejarse y él decidió salir de su lacerante y amargo confort para seguirlos, ya que por primer vez, alguien lo requería fuera de allí.
 




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