Al día siguiente iniciaron el camino con las primeras luces, como los días anteriores. El ánimo de Jémuzu estaba por los suelos, tanto por la conversación de la noche anterior como por sus compañeros de viaje, que seguían silenciosos y contemplativos, aunque ya no tan tristes.
Después de un par de horas de marcha, acercándose el mediodía, el joven engreído empezó a divagar en voz alta sobre cómo se había sentido los días anteriores, para terminar hablando sobre la alegría que lo embargaba en aquellos momentos al tener más claras sus ideas. Estaba claro que intentaba aligerar el ambiente, pero la sacerdotisa no parecía ser capaz de salir de su estado de malestar ni de contagiarse del júbilo del joven. Lo cual los fue llevando de nuevo poco a poco a un tenso silencio.
Cuando por la tarde llegaron a una nueva rueda de plegaria todos se sonrieron levemente unos a otros, ya que aquello significaba que habían alcanzado otra etapa en su camino. La sacerdotisa, queriendo respetar el orden, fue la primera en acercarse. Y lo hizo seria y cabizbaja. Cuando llegó a la rueda alzó la cabeza y leyó la inscripción:
Pisamos fuerte y esperamos marcar nuestro destino,
pero ante las cosas que nos quitan el sueño y nos persiguen,
a veces sólo nos queda el enfrentamiento y los actos que nos redimen.
Quizás fuera un gesto alentado por lo que acababa de leer o quizás fuera algo casual, pero la sacerdotisa se dio la vuelta con aire intrigado y miró el camino que acababan de recorrer. Frunció el ceño mirando algo en el horizonte. Jémuzu miró a su vez y se extrañó ante lo que veía, ya que desde que empezara la peregrinación no había visto a aquella figura todavía. Esta vez había dos ángeles. El primero era el que viera casi de espaldas con el joven, el ángel que tenía una mano alzada mientras la otra se apoyaba sobre la figura arrodillada, pero a ésta última no se la veía, seguramente oculta tras alguna colina. En cambio, la mano alzada reposaba ahora sobre la espalda de un ángel que aún en la distancia, se le distinguían los brazos levemente abiertos con las palmas hacia arriba, las alas rectas, sin esconder, y la mirada perdida hacia algún punto por encima del horizonte.
Sin conocer totalmente la geografía del lugar era difícil calcular donde se había ocultado aquella estatua, pero Jémuzu estaba embelesado contemplando la imagen, que transmitía sentimientos de apoyo, consuelo y esperanza. No debía ser una imagen muy distinta a la que podía verse en cualquier hogar en momentos difíciles. Cualquiera de nosotros había sentido en el pasado la mano conciliadora de un padre, el gesto de consuelo de una madre o la simple presencia de una amistad que nos hace saber que está ahí.
Miró a su alrededor y vio que para la sacerdotisa también significaba algo, ya que su expresión contenida había sido sustituida por una mirada de fuerte convicción que la hizo dirigirse hacia la rueda mientras las líneas de su mandíbula se marcaban con fuerza. Hizo girar la rueda de plegaria sin que nadie se lo impidiese y ésta rotó bien engrasada hasta detenerse en la dirección que debía tomar.
Ella ya sabía que debía dar media vuelta, y así se lo confirmó la senda, animándola a emprender el camino. Sonrió a sus compañeros y les deseó lo mejor, para seguidamente iniciar un paso ligero que la llevaría de vuelta en menos tiempo del que había tardado en llegar hasta allí.
Cuando la sacerdotisa se perdió de vista en curva del camino, el joven engreído se preguntó en voz alta si no sería mejor que fuera con ella dado que él ya había decidido volver a casa con sus padres. Jémuzu le preguntó si no iba a hacer girar la rueda de plegarias, pero el joven meneó negativamente la cabeza.
— Mis padres se disgustarían si supieran que la he dejado volver sola habiendo combates por la zona—empezó a explicar—. De todas formas, si pasa algo volveré a buscaros.
— ¿Pero cómo nos encontrarás? —preguntó Jémuzu viendo cómo empezaba a alejarse el joven. Éste se volvió con una sonrisa y alzó los hombros junto a los brazos mientras decía:
— Supongo que haré girar la rueda.
Tras esto, les dijo adiós con la mano y empezó a trotar para alcanzar a la sacerdotisa.
Cuando ambos desaparecieron, Jémuzu miró a su abuelo con una sonrisa que dejaba entrever lo mucho que estaba significando para él aquel viaje. Y supo por la sonrisa que le devolvió que lo entendía perfectamente. El hombre mayor se dirigió hacia la rueda de plegaria y la hizo girar en un movimiento natural. Debían continuar por el camino de la derecha y, por primera vez desde que emprendieran aquella peregrinación, estaban solos del todo.
Jémuzu acometió el camino con entusiasmo, impaciente por vivir su propia revelación, dado que estaba claro que éstas les habían servido a los demás para saber qué camino tomar.
Pero ésta no llegó aquel día.
Ni al día siguiente.
Cuando a la mañana del tercer día volvieron a ponerse en marcha, el viento les trajo de nuevo los ruidos de asaltos y combates desde el oeste, lo que le indujo a pensar y a recordar. Agradecía la distancia que los separaba de la invasión, dado que conocía bien el olor del fuego y el sonido de las matanzas. A veces, afortunadamente, se le olvidaba que él era un hijo de la guerra y que hasta hacía unos cuantos años, había sido un simple esclavo. Solía tener dificultades para recordar sucesos anteriores a su época prisionero, pero ocasionalmente le asaltaban retazos de imágenes y sensaciones perturbadoras.
Aquellos últimos años junto a su abuelo habían sido con diferencia los más plenos y felices de su vida al haberse sentido escuchado, atendido y querido. Jémuzu era de naturaleza inquieta y a veces muy impulsiva, pero su abuelo había sabido inculcarle un objetivo y un método. Mediante la metalurgia y las consecuencias catastróficas de los errores le había instado a ser paciente y metódico. Gracias al interés que suscitaban la pólvora y sus derivados, había conseguido captar su atención y que así aprendiera un oficio que el día de mañana, cuando fuera un maestro herrero como él, le reportaría grandes satisfacciones.