Habían transcurrido dos semanas y él seguía retenido en una de las doce celdas que constituían la penitenciaría apodada Gólgota. Edificada en la cima del cerro Medina de Santa Carolina, en sus entrañas se llevaban a cabo extensos interrogatorios, torturas sistemáticas y expiación de culpas. Los detenidos podían arrepentirse o confesar su criminalidad, pero todos, incluyendo a los capturados arbitrariamente, padecían el horrendo martirio de la tortura.
— ¡Quiero ver a un abogado!—seguía gritando casi sin voz William, que a pocas horas de ser arrojado en la celda, su apariencia física pasó a ser miserable.
Los piojos que sentía devorando su cabeza, el olor nauseabundo, la oscuridad aterradora y la roseta en el brazo que se acrecentaba cuanto más la rascaba, le tenían la cordura y los nervios destruidos.
—Usted, grite algo, si es que sigue con vida. Llevamos semanas aquí y de vaina habla.
El hombre acuclillado en una esquina mantenía la misma posición durante horas, generando la idea de estar sumido en un imperturbable estado de meditación.
La reja que daba al final del pasillo fue abierta y comenzaron a escucharse unas pisadas aproximándose.
— ¡Cierra la boca!—exclamó el carcelero— ¿Ver a un abogado? Tú eres pendejo o qué. Aquí lo único que verás es a tu compañero cagando—azotó con el macana los barrotes— Tú, traga libros, tienes visitas.
El silencioso y extraño recluso se acercó a la reja con movimientos rígidos, provocados por la dureza del suelo y el estado inmóvil en que se mantenía. El carcelero liberó el cerrojo y dejó ingresar a una mujer con una pequeña niña en sus brazos. Hallándose dentro aseguró la reja e indicó quince minutos como tiempo límite.
El recluso tomó el cubo donde evacuaban, que para suerte de todos fue vaciado la noche anterior, y se sentó sobre él. Puso a la pequeña en su regazo e intentó apaciguar las lágrimas que caían profusas del rostro de la niña.
—Está llorando mucho—anunció la mujer que a pesar del mal olor y la inmundicia que se adhería sobre el cuerpo de cualquiera que pasara una noche allí, lo abrazó y le estampó una serie de besos sonoros que llevó a William a desviar la mirada, inmerso en la vergüenza. La minúscula celda impedía cualquier resquicio de privacidad.
—Llora porque me extraña—aseguró el hombre luego de recobrar el aliento.
—No, el oído le duele—reparó la mujer.
—Te dije que no le estuvieras poniendo reggaetón. Le vas a destrozar el buen gusto.
La preocupación en la sentencia del recluso y el cariño que proyectaba a la criatura, dejó claro que era su padre.
—No, no es eso, Jorge. Es que se le infectó el agujerito donde va el pendiente.
La niña alzó los brazos y apretando sus manitas en dirección a la madre quiso volver a la suavidad, el olor y la ropa limpia de su mamá.
—Ayer logramos hablar con el comisario—repuso la mujer.
— Y dijo…—alargó el recluso.
—Sigue siendo mucha plata, Jorge—le manifestó con tono lastimero.
El hombre guardó silencio por unos minutos, meditando aquella dura resolución que venía considerando durante días, como alternativa de reunir el dinero.
—Vende las cosas de Rubén—se le quebró la voz.
— ¿Estás seguro? Podemos pedir prestado.
—No tendríamos como pagarlo después. Él ya está muerto, no necesita ninguna de esas cosas.
—Sí, pero su deceso fue reciente, quizá…
— ¡Qué las vendas!—gritó, saliendo de su calma habitual, como expresión del dolor que provocaba el tener que vender las últimas cosas de su hijo fallecido, para poder salir de allí.
El tono alto de su voz asustó a la niña, reiniciado su llanto. Se acercó a ella disculpándose por su molesta reacción.
—Perdón, no como nada desde ayer por la mañana ¿trajiste algo?
—Sí, pero en la entrada me quitaron la comida y el agua. Como no hemos pagado, ahora nos cobrarán para entregarte las cosas. Si es que no se la comieron ya los guardias.
—Hay que hacerlo, al menos por esta vez. Siento que el estómago se está tragando a sí mismo. El compañero aquí—señaló a William que deseaba convertirse en uno de los ladrillos enmohecidos de la pared, para no fisgar el encuentro—, ha estado compartiendo su comida, pero no es suficiente para ambos. Si no fuera por él sucumbiría ante la inanición. Además, también es inocente.
William saludó a la mujer sin acercarse tanto a la niña que lo observaba como una bestia exótica y maloliente de circo.
—Dicen que después del primer mes el comisario comienza a bajar la tarifa.
—Sí... Y cuanto más baja el precio, más aumenta la tortura y la hambruna. Cuando él pierde dinero nosotros perdemos pedazos de nuestra humanidad y tajos de carne.
A William le saltaron los ojos de terror. Inanición, torturas, la sarna que imaginó consumirle el brazo, los piojos y las ratas, el olor repulsivo de sus excrementos en la celda… Cuándo saldría de allí y porqué, a diferencia de su compañero, él aún no había sido ultrajado y al menos tres veces a la semana llegaba comida y agua sin conocer de dónde procedía aquella milagrosa caridad. Y sobre todo, cómo pagaría aquella “tarifa” que tanto menciona con pesar la mujer.