Dos días después yo estaba por completo anonadado. Me asombraba todo lo que hacía Jan, sin descuidar sus estudios.
Me había enterado de que trabajaba por las noches en un hospital de niños con cáncer —tenía un título en enfermería que había sacado estudiando en intersemestrales y cursos gratuitos en el hospital— y trabajaba también en la cafetería los fines de semana para poder conseguir más dinero. Y por si no fuera suficiente, daba tutorías a los chicos que iban mal en la universidad.
Me había dicho que, si no fuera porque de verdad necesitaba la paga, en vez de trabajar en el hospital, haría voluntariado. Era un trabajo que la llenaba, poder ayudar a la gente, a los niños enfermos para ser más específico. Y aun así, haciendo tantas cosas para conseguir dinero, dijo que apenas podía llegar a fin de mes.
Ahora entendía por qué siempre estaba de mal humor. Yo también lo habría estado si la muerte me hubiera rodeado casi todo el tiempo y si el dinero se me hubiera escurrido entre los dedos como si no fuera más que agua.
A dónde se iba todo lo que ganaba era todo un misterio, pero no quería presionarla por información cuando apenas me estaba dejando entrar en su burbuja unipersonal.
Ella tenía que ser la mujer maravilla o algo parecido para poder organizarse y hacer todas esas cosas.
—Entonces, ¿dices que para despejar X tengo que pasar todo lo demás al otro lado de la ecuación haciendo la operación contraria? —pregunté mientras masticaba un bocado de mi hamburguesa.
Jan se había ofrecido a darme lecciones gratis de todas aquellas materias en las que me iba mal, como pago por ser su chofer.
Cuando le había contado que los despejes eran mi punto débil, ella solo se había echado a reír. Cierto, era un tema que se suponía debí haber visto en la secundaria, pero nunca me consideré demasiado brillante. Los números y yo no éramos muy unidos. Matemáticas, álgebra, física y cualquier otra cosa relacionada con números y fórmulas me tenían la guerra declarada.
—Sí. Mira, ¿ves que este siete está sumando? Lo vas a pasar restando. ¿Y este cuatro que está dividiendo? Lo vas a pasar multiplicando.
Estaba sentada a mi lado, su brazo pegado al mío, y me señalaba los números y letras en la hoja de ejercicios explicando lo que tenía que hacer.
—Oh, sí. Ya veo.
La verdad era que no entendía nada, pero lucía tan entusiasmada que no quería defraudarla diciéndole que todo eso era demasiado complicado para mí.
—¿Ves? Es fácil —expresó satisfecha consigo misma. Mordisqueó una papa y luego chupó la sal de sus dedos como una niña pequeña.
Habíamos pasado por unas hamburguesas antes de tener que llevarla a su turno en el hospital y fuimos a su pequeño departamento, el cual quedaba a dos manzanas del mío.
¿Quién lo habría imaginado?
—Entonces, ¿qué harás mañana después de tu turno en la cafetería? —cuestioné. Tomé un sorbo de mi refresco y la miré quitar ese mechón rebelde de su rostro por quinta vez consecutiva.
—No lo sé, supongo que iré a visitar a Dean al hospital como siempre. —Se encogió de hombros con tranquilidad y detuve la hamburguesa a medio camino hacia mi boca.
—¿Dean?
Ella no me había comentado nada sobre ningún Dean. ¿Acaso era su novio doctor, y solo había accedido a tener una cita conmigo porque la llevaba a todas partes?
Por alguna razón, este pensamiento me molestó bastante.
—Sí, Dean. Y tú vendrás conmigo, con tu guitarra y todo. Espero que toques bien —comentó apuntándome con una papa.
Me relajé un poco y dejé escapar una risa. ¿No me iba a llevar a que conociera a su novio, cierto?
Cuando vi caer el mismo mechón en su rostro otra vez, me acerqué a ella y lo coloqué detrás de su oreja, mis dedos demorándose un poco más de lo necesario en la tersa piel de su mejilla. Me di cuenta de que un sonrojo empezaba a subir por su cuello y me eché hacia atrás orgulloso de poder causarle algo así.
—No te creía de esas que se sonrojan —me burlé. Ella me lanzó una mirada molesta y no pude evitar notar lo bonita que se veía.
—No soy de esas, yo solo... Uh, hace calor, supongo —se excusó. Reí divertido y sacudí la cabeza.
—Si eso te ayuda a dormir por las noches —bromeé. Golpeó su hombro contra el mío y vi cómo se elevaba una esquina de su boca casi imperceptible.
Era la segunda vez que la veía sonreír, si es que contaba eso como una sonrisa.
El sábado a las cuatro en punto yo me encontraba estacionando mi auto fuera de la cafetería cuando la vi salir casi volando por la puerta. Parecía tener mucha prisa, y antes de poder apagar el motor, ella abrió la puerta y se subió.
—¡Vamos! —Me miró emocionada, sus ojos brillantes tras sus gafas y sus mejillas coloradas por el calor.
—Vaya, yo estoy muy bien, gracias por preguntar —dije con sarcasmo mientras salía en reversa.
Su respiración acelerada por haber corrido era el único sonido que llenaba el espacio.