Requiem por mi mano ausente

Capítulo 4

Capítulo 4

 

 

La claridad de un día luminoso…

 

… entró insolente por la ventana, importunando mi sueño. Entreabrí los ojos con dificultad; un zumbido sordo e insistente me machacaba las sienes. Me cubrí la cara con la almohada que aún conservaba vestigios del perfume de Francesca. La arrojé contra el suelo y eché un vistazo por la habitación: ni rastro de ella. Volví a recostarme. Me dolía la nuca y tenía una ligera sensación de mareo. Permanecí inmóvil con la mirada fija en los cristales de la lámpara del techo. La noche pasada se hizo presente.

Cerré los ojos con fuerza. No deseaba recordar, no me sentía orgulloso de mi comportamiento, pero las imágenes acusadoras, a pesar de la censura que les imponía mi voluntad, se reproducían persistentes. Me senté en la cama y despejé el pelo que me caía, desordenado, por la cara. Una admonición de mi conciencia abrió un boquete en mi pecho y un tremendo desasosiego manó de él, ahogándome en un mar de reproches. ¿Cómo justificar lo ocurrido? ¿Qué iba a decirle a Katrina?

«¡Nada! —me gritó una voz interior—. No le contarás nada, no puede enterarse. Para ti solo ha sido un polvo, pero ella no va a entenderlo así y le harás daño. Su reacción puede ser imprevisible. Lo sucedido debe quedar entre las paredes de esta habitación».

Sí, lo más prudente sería callar y borrar de la memoria lo sucedido; como un mal sueño.

A la mayoría de los mortales una relación ocasional con una antigua pareja no les habría causado ninguna inquietud ni le habrían concedido demasiada importancia o, en el peor de los casos, no les sería tan difícil de disculpar, pero para alguien que se había criado en el seno de una familia mormona, con profundas raíces religiosas, en la que la infidelidad era considerada una falta gravísima, suponía un motivo de inquietud. No visitaba la iglesia ni acudía a las prácticas religiosas desde hacía muchos años, sin embargo, mi niñez había estado marcada por las estrictas normas morales impartidas por mi padre, y me habían dejado poso. El remordimiento es un ácido corrosivo y su resquemor me suscitó un tremendo desasosiego.

—¡Maldita mujer! —exclamé con rabia—. Ojalá no volviera a cruzarse en mi camino nunca más.

Consulté el reloj. A esa hora, su avión debería haber despegado hacía tiempo.

Salté de la cama bruscamente, dispuesto a asearme para salir a la calle y distraer mi mente con los sonidos de la ciudad. Entraba en el baño cuando la vibración del móvil detuvo mis pasos. ¡Un mensaje de Francesca! Lo borré sin abrirlo. Tenía varios de Katrina; a ella la llamaría más tarde. En ese momento lo que necesitaba de manera imperiosa era darme una ducha y salir de esa habitación.

El agua no mitigó el sentimiento de culpa; era un gigante que me tenía atrapado por el cuello con su enorme puño de acero. Sin embargo, alivió la tensión corporal y me hizo sentir limpio. No obstante, me reprochaba mi debilidad, me fustigaba por haber sucumbido a las provocaciones de Francesca y lamentaba no haberla echado a patadas. Lo que más me dolía era no haber podido controlar la excitación que me llevó a una especie de locura.

Me vestí con rapidez. Esas paredes acusadoras estaban ahogándome. Necesitaba que el aire fresco de la mañana despejara tanto mi mente como el abatimiento en el que me encontraba.

A punto de salir, alguien aporreó la puerta. Al abrir, Francesca entró en la habitación como una exhalación, hecha una furia y lanzando improperios contra Andrei. No pude detenerla.

—¡Será hijo de puta! Me ha dejado tirada como a un perro.

—¿Qué haces aquí?

—¿Que qué hago aquí? Pero ¿no me has oído? El muy porco, grassone egoistase ha marchado sin esperarme. Esta mañana, mientras desayunábamos, me interrogó sobre mi ausencia de anoche y sobre ti. Discutimos y me dijo cosas terribles. Cuando se calmó le dejé muy claro que a partir de ese momento nuestros contactos pasaban a ser exclusivamente profesionales, que daba por terminada cualquier tipo de relación. Se puso como un basilisco. Pero ya se le pasará. No voy a permitir que nada ni nadie me ate, ni mucho menos me juzgue y me diga con quién puedo acostarme y con quién no.

No hice ningún comentario a su perorata. Me mantuve al lado de la puerta aparentando una frialdad que ocultase mi malestar. Mi silencio apaciguó su ira.

—¿No tienes nada que decir? ¿No me has oído?

—Imposible no hacerlo. Te he oído yo y el resto de los huéspedes del hotel. Muy bien, ¿qué quieres? —le pregunté impaciente.

—Oye…, ¿a ti qué te pasa? Te he mandado un mensaje y no has contestado, y ahora te quedas mirándome como si desearas hacerme desaparecer. —Francesca hizo una inspiración profunda antes de continuar—: Necesito que me lleves al aeropuerto. Iba hacerlo Andrei, la salida de nuestros vuelos coincidía, pero tras montar el numerito se ha marchado y me ha dejado plantada. He perdido el avión y he tenido que cambiar el billete. El próximo sale dentro de dos horas. He pedido un taxi, pero no hay ninguno disponible y no me aseguran el tiempo que tardarán en enviarme alguno. No puedo arriesgarme a perder otro vuelo. —Aparenté indiferencia ante semejante excusa. En París no era difícil encontrar un taxi y menos si se le llamaba desde un hotel. Ante mi silencio, Francesca suplicó—: Por favor, sé que anoche acabamos muy tarde y estarás cansado, pero tengo que subir a ese avión. Será lo último que te pida y, además…, prometo compensarte en nuestro próximo encuentro. —Seductora, alargó su mano hacia mi cara. Impasible, impedí su gesto.

—Lo siento, estoy ocupado. Tendrás que buscarte otro medio de transporte.

 

—No me hagas esto. Tengo que llegar sin falta a Praga, los ensayos de mi grupo comienzan esta tarde. No puedo retrasarme. Vamos, por lo que más quieras. No me dejes en la estacada tú también. Aunque solo sea por el buen rato de anoche.




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