La primera vez que vi un cadáver, yo tenía cinco años.
Bueno, supongo que eso no es del todo cierto. Había visto al Viejo Jack, Jack el Negro, el borracho del poblado, antes de eso. Pero era la primera vez que veía el cadáver de alguien cercano a mí. Ahora parece extraño pensar que haya estado jamás cercano a alguien, pero en otros tiempos, debo admitirlo, ese alguien fue mi madre. Había muerto de unas fiebres.
¿Me afectó profundamente su muerte? Al volver ahora la vista atrás, creo que tiene que haber sido así.
Mi hermana Karen tenía sólo tres años por entonces, y apenas podía recordar a nuestra madre. Nuestra querida madre. Pero para mí, su sonriente rostro es tan cálido y brillante como lo fue cuando estaba viva; incluso ahora, después de tantos, tantos años.
Fue ella quien nos crio, quien cuidó de nosotros. Era quien nos alimentaba cuando teníamos hambre, nos consolaba cuando estábamos enfermos o nos sentíamos inseguros, nos animaba cuando estábamos tristes. Era quien nos quería.
Y para nosotros era mucho más que una simple madre. Ciertamente, era todo lo que una madre debería ser.
Proveedora, pacificadora, educadora, cuidadora y fuente de consuelo. Pero también era mucho más, porque era la contraparte de nuestro padre. Ella nos daba todo lo que no nos daba nuestro padre.
Ella nos quería.
Hasta el día de hoy no he logrado entender por qué se casó con mi padre, y mucho menos por qué tuvo hijos.
Los recuerdos que tengo de mi padre, desde antes de la muerte de mi madre, son de un siniestro personaje distante que podría haber sido el mismísimo dios de la muerte para los ojos de un aterrorizado niño. Pero los recuerdos que tengo de él a partir de la muerte de ella, son aún más sombríos.
Y además, todo eso ocurrió hace mucho tiempo. Han pasado tantos años desde entonces…
Así pues, ¿por qué puedo recordarlo como si hubiese sucedido ayer?
♦ ♦ ♦
El sol se alzó tibio y acuoso en la invernal mañana gélida del noveno día del primer mes del año. Las primeras penetrantes lanzas de bruñido sol atravesaron el cristal de la ventanilla del carruaje y despertaron al acurrucado joven de que se encontraba sumergido en un tranquilo sueño.
Viktor Drichey abrió los legañosos ojos y miró como un miope a través del cristal salpicado de fango. Aparte de eso, no se movió. La capucha de su capa estaba hecha un desastre detrás de su cabeza para formar una improvisada almohada, y la espesa melena de negro cabello le colgaba en parte sobre el rostro. Tenía una tez tan pálida como negro era su pelo. Bajo los ojos se le habían formado oscuras ojeras a causa de la falta de sueño.
Se habían detenido en Vegenholt para pasar la noche en una posada, pero uno de los otros pasajeros, un gordo comerciante de grueso bigote tenía asuntos urgentes que atender en Genbofen; algo relacionado con recibir a una encantadora dama que bajaba por el río procedente de Transylvania, y le había proporcionado al cochero un brillante incentivo con forma de moneda de oro para que llegara allí al amanecer.
Frente al joven, el comerciante que había solicitado la partida temprana aún roncaba.
No era que a Viktor le molestase llegar a su destino antes de lo previsto. Ahora se daba cuenta de que había estado ansiando este día durante los últimos trece años, casi desde la prematura y lamentable muerte de su madre.
Al marcharse de Chipped, la única pena que había sentido fue dejar a su querida hermana Karen.
Le había pedido que lo acompañara, incluso se lo había suplicado, pero ella se había mostrado inflexible he insistido en que su lugar estaba junto a su padre. Permanecería con el anciano sacerdote de negro corazón y se ocuparía de la casa como lo había hecho por todos ellos desde que tenía siete años.
Él sabía que la echaría de menos de un modo casi insoportable.
Viktor no había hablado con ninguno de sus compañeros de viaje; no había encontrado sentido alguno en hacerlo. No volvería a verlos nunca. Además, no le resultaba fácil entablar conversaciones ociosas con los desconocidos. En cuanto hubo subido al carruaje tras haberse instalado lo más cómodamente posible dadas las circunstancias, se había puesto a mirar por la ventanilla del vehículo para contemplar cómo pasaba ante ellos la naturaleza del Imperio.
Sin embargo, no había impedido que los demás intentaran entablar conversación con él; en particular lo había probado una adinerada viuda ataviada con ropajes ridículamente ostentosos que rosaba en los ridículo, de dedos regordetes y con más de una papada.
Viktor había respondido sólo con frases breves a sus incesantes preguntas personales y, al final, había dejado caer la cabeza y los hombros para fingir que dormía y escapar así al monólogo que la mujer madura había mantenido desde el inicio del viaje. Tenía opiniones acerca de todo, al igual que su adinerado esposo, al parecer, que iban desde el precio de los vinos del Reino de Lothal, hasta el modo en que debería gobernarse el Imperio de Kaleth.
Al principio, el comerciante de nariz roja había conversado amablemente con ella, dirigiendo de vez en cuando guiños y afectadas sonrisas de conspiración, si bien no particularmente sutil, hacia su evidentemente desinteresado compañero de viaje. El comerciante había puesto mucho interés en presentar al joven a todos los pasajeros, así como a cada uno de los posaderos con los que habían tratado durante el viaje de tres días, como su sobrino.
Viktor calculó que el joven tendría más o menos la misma edad que él, pero allí acababa todo parecido entre ambos. El muchacho era un patán acicalado como un maniquí, en opinión de Viktor, cubierto de sedas y otras costosas tonterías. Puede que los lunares embellecedores estratégicamente situados fuesen la última moda entre los miembros del ostentoso cenado imperial, pero Viktor opinaba que estaban fuera de lugar en las periféricas ciudades comerciales y provincias rurales del Imperio.