«No lo dejes ir»
Nunca tuve tiempo de prepararme psicológicamente para este momento, porque jamás me habría imaginado que sucedería.
Salir con Franco a la heladería no es una cita, estoy 100% segura de ello, pero me puse extremadamente nerviosa. Tanto que antes de ir, pasé por casa de Emiliano.
—En serio no sé qué me pasa, Emiliano —dije.
—Se llaman nervios y ocurren cuando vas a salir con alguien que te gusta.
—¡No! —exclamé—. No te atrevas.
—¿Qué?
—No te atrevas a decir que me gusta Franco porque eso es imposible.
—No es imposible, solo es... extraño.
—¡Exacto! Es súper extraño y no puede pasar ¿entendido?
—Sí, señora.
—Tal vez es porque nunca lo he hecho, porque es algo nuevo y porque la gente va a estar muy sorprendida de ver a Julia Montenegro y a Franco Villareal conviviendo.
—Sí, claro —comentó Emiliano sarcásticamente.
—Es en serio, Emiliano.
—Sí, lo sé, te creo.
—Claro que no lo haces.
—Obvio no Julia, es lógico que estás enamorada de Franco.
—¡Agh! Cállate, sabes perfectamente cuanto lo he odiado desde siempre.
—Ese odio es solo un camuflaje, y no lo has odiado siempre, solo desde séptimo grado.
—Primero: no es un camuflaje, segundo: a mí me gusta ser dramática y creer que lo he odiado toda mi vida.
—Si es lo que crees, está bien.
—¿Sabes qué? Me voy.
—Bien, buena suerte con tu cita. —Emiliano rió fuertemente mientras yo salía de su habitación.
Caminé a la heladería pensando en todo lo que dijo Emiliano y en todo lo que dije.
Razonando supe que obvio es imposible que yo esté enamorada de Franco, así que me di unas cuantas cachetadas internas por solo el hecho de considerarlo por un segundo.
Emiliano me hizo recordar que no siempre he odiado a Franco, de hecho, fue el primer niño que me habló en jardín de niños, pero las cosas cambian conforme crecemos.
Cuando abrí la puerta de la heladería, sonó una campanita que detesto y Franco levantó la mirada, seguido del gesto que siempre hace, levanta sus cejas y acomoda sus lentes. Mi madre salió del mostrador con dos copas de helado en sus manos. Shit. Creí que hoy no trabajaba.

***
Franco
Si no fuera por el director, mi suegro, este día jamás habría llegado. Estaba a punto de comer un helado con Julia Montenegro, la persona que me ha odiado desde hace años y de la que me enamoré a inicios de la pubertad. O eso creo, ya que la conocí a la edad en que pensamos que «las niñas son patéticas y que no se deben mezclar con los niños».
No podría llamar a esto una cita, porque tengo novia. Amo a Clarisa, pero en el fondo sé que Julia está ahí en mi corazón, aunque nunca ha pasado nada entre nosotros, y eso me convierte en un idiota, porque ella nunca se va a fijar en mí, me detesta.
Para ser sincero, yo he hecho que ella me deteste con mi arrogancia para ocultar lo que realmente siento por ella, y no sé porqué lo he hecho, tal vez tengo miedo de decirlo y que me rechace o de lo que vaya a decir la gente, pero me cansé y este discurso que tenemos que escribir es la excusa perfecta para que nos conozcamos mejor y me deje de odiar, espero.
Claro que con un solo día su odio no se va a desaparecer, pero ya no quiero seguir fingiendo odio para ocultar atracción. El problema es que ella no finge, ella realmente me odia.
Llegué a la heladería más temprano para no hacer a Julia esperar. Los nervios me comían vivo porque no tenía idea de cómo iba a salir todo esto, cada vez que la campana de la puerta sonaba sentía que se me iba a salir el corazón.
¡Qué patético eres, Franco!
La sexta vez que la campana sonó, era ella, deslumbrante como siempre sin que ella lo admita, eso la hace más deslumbrante.
Se sentó sin decir nada, solo sonrió en forma de saludo. Un comentario arrogante viene en camino.
—¿Qué se siente estar en la heladería con el chico más inteligente del colegio? —dije.
Julia rodó sus ojos. —Que quede claro que estoy aquí por órdenes del director —señaló.
—Bien, ¿pedimos? —mencioné, ella asintió.
Nos levantamos a pedir el helado, el mío de menta y el de ella de almendras. Cuando nos acercamos a la caja, Julia me dio los tiquetes de descuento y el dinero de su helado, rechacé el dinero y tomé los tiquetes de descuento para romperlos por la mitad.
—Tenías razón, Montenegro —dije—, no necesito descuento.
Llamarla «Montenegro» es algo que siempre he hecho porque me parece que es un apellido poderoso.
Pagué con la tarjeta que papá me dio un día después de que discutió fuertemente con mamá. Siempre hace lo mismo, trata de comprarme.
—¿Por qué te molestaste en conseguir los tiquetes si no los usaste?
—Elegancia, para invitar a mi rival. Lindo vestido, por cierto.
—Linda jacket. Debemos escribir el discurso en dos días, ¿cómo vamos a lograr conocernos si solo hemos convivido hoy? —preguntó Julia.
—Fácil.
—¿Fácil? El director nos va a entrevistar para saber que tanto conocemos al otro.
—Lo sé, Montenegro, solamente hay que hacer una cosa.
—¿Sí? ¿Qué cosa?
—Cuéntame la historia de tu vida.
—¿Qué?
—Cuéntame la historia de tu vida, con detalles, pero sin convertirla en una historia extremadamente larga.
—No voy a hacer eso.
—Entonces yo te cuento la historia de mi vida primero, pero debes prometer que contarás la tuya después.
—Bien.
—Nací el 17 de abril de 2001 a las 12:43 p.m en el mismo hospital que nació mi hermano mayor. Viví los primeros cuatro años de mi vida con mi padre.
»Entré a jardín de niños en el 2006, fue una etapa aburrida porque lo que tenía que aprender a esa edad ya lo sabía gracias a mi madre. Me gradué exitosamente de primaria, entré a secundaria. Mi padre volvió a casa hace cuatro meses y aún no me acostumbro a él. En 2017, el año pasado, murió mi hermano, nunca había sufrido la muerte de alguien tan cercano como él.
»Y creo que eso es todo hasta ahora. Tu turno.