Rocas Mágicas y una Sonrisa

Cap. 8 - 20

8

 

  

 

  

 

  

 

  

 

  

  

 

  

 

L

a piscina se encontraba ya muy concurrida a aquellas primeras y calurosas horas de la tarde. Se quitaron las zapatillas y entraron en el césped. Vieron al grupo de amigos que solía girar entorno a Vanesa y fueron hacia él. Se saludaron. Irene charlaba tranquilamente con su amiga, Santiago y Rogelio pusieron atención en la chica rubia, que extendió su toalla y se sentó sobre ella.

            –Qué tarde venís –les dijo Vanesa.

            –Sí, es que venimos de oír misa –le contestó Óscar sonriendo.

            –Vaya, que chicos más cumplidores –les dijo.

            –Ya ves: primero la obligación y luego la devoción –dijo él, todavía de pie. Se quitó la camiseta. Llevaba puestas unas bermudas de varios colores, no demasiado largas. Al ver sus bronceados músculos las muchachas pusieron la vista en él, en especial Vanesa.

            –¿Te estás dejando la barba o es que hoy te has levantado vago y no te has afeitado? –le preguntó ella.

            –Me lo estoy pensando –le contestó–. En vacaciones no apetece mucho afeitarse, así que es buen momento para dejársela crecer. ¿Me sienta bien? –les preguntó de broma.

            –Bueno, todavía faltan algunos días para que podamos darte una opinión femenina sobre cómo te sienta –le contestó Irene.

            –Te dará mucho calor –le dijo Santiago.

            –Bueno, me voy al agua. ¿Viene alguien? ¿Rebeca? –preguntó Óscar.

            –Sí, iré enseguida –le dijo ella, mientras untaba sus piernas con crema protectora contra el sol.

            Irene y Vanesa se pusieron de pie con intención de dirigirse también hacia el agua. Llevaban puestos unos sencillos bañadores casi monocromáticos. Rebeca se levantó igualmente, se quitó la camiseta y se desprendió de sus pantalones cortos. Miró un instante a los dos muchachos, que apartaron de ella sus miradas con rapidez y disimulo.

            –¿Venís vosotros? –les gritó Irene desde la ducha.

            –Sí –le contestaron raudos los muchachos. Se pusieron de pie y salieron corriendo hacia las duchas. Rebeca volvió a sentarse. Sacó de su bolso de baño unas pinzas, con las que recogió su largo cabello. Luego cogió unas gafas de nadar y un gorro de baño. Se lo encasquetó con una hábil maniobra, se levantó y fue hacia una de la duchas, la situada en el extremo más alejado; la otra se encontraba ocupada en aquel momento. Para entonces, los demás ya estaban metidos en el agua.

            Se había puesto un elegante bikini blanco con grandes rayas horizontales de color azul marino. El paseo hasta la ducha se le hizo eterno. Presumía que la estarían observando, que estaría siendo el foco de algunas miradas, posiblemente muchas. Cuando la vio, Óscar se dirigió por el agua hasta el extremo de la piscina más cercano a esa ducha. La esperaría ahí.

            Irene y Vanesa se reunieron en el agua. Tampoco para ellas había pasado desapercibida la poco común figura de la joven.

            –Pero chica –preguntó Vanesa a su amiga después de apartar su cabello mojado de la cara–, ¿que estamos haciendo con estos bañadores? ¿Me lo quieres explicar?

            –¿El ridículo? –le contestó su amiga.

            Cuando Rebeca se hubo duchado, se acercó al borde de la piscina y se colocó las gafas de nadar. Y sin pensárselo dos veces se zambulló en el agua, tirándose de cabeza, sin apenas levantar agua. Óscar fue tras ella con intención de alcanzarla, pero desistió enseguida. Cuando su amiga salió a la superficie ya había recorrido medio largo de piscina. En un depurado estilo crol, recorrió el resto en pocos segundos. Sus amigos la observaron con creciente asombro. Este alcanzó su apogeo cuando vieron que la joven, al llegar al final de la poza, no se detenía. Dio la vuelta sumergiéndose. E impulsándose sobre la pared con sus pies, volvió nadando hacia el extremo contrario.

            –¿Quién dijo que la chica no sabía nadar? –dijo ahora Rogelio, asombrado por las cualidades natatorias de la joven.

            –¡Joer con la Rebequita! –exclamó Vanesa–, pero si es como una sardina.

            Después de hacer un largo más, se detuvo. Óscar la esperaba de pie en la parte donde menos cubría. Ahí el agua les llegaba solo hasta el vientre. Ella despegó las gafas de sus ojos y se las colocó en la cabeza. Se vieron.

            –Caramba –le dijo apoyado sobre el muro de la poza, como si estuviera esperando a que ella acabase–, eres una caja de sorpresas.

            –¿Por qué? –le preguntó con resuello, pero esbozando una sonrisa.

            –¿Dónde aprendiste a nadar así? Me tienes anonadado.



#34715 en Novela romántica

En el texto hay: canciones, azlor, somontano

Editado: 05.06.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.