Samuel miró la pantalla de su smartphone con detenimiento, en ella se mostraba una foto de una hermosa Irene sonriente en la playa de Miami. El sol incidía en su piel blanca dándole un aspecto mucho más deslumbrante y con un halo dorado que parecía sacada del catálogo de modelos directamente. Tenía fotos en las que sus rasgos, su belleza natural quedaba mejor patente pero aquella a pesar de la penosa calidad mostraba a la mujer que amaba en todo su esplendor.
Llevaba tanto tiempo sin verla en persona que la memoria de su risa junto a él parecía un sueño lejano más que una realidad fehaciente de su relación y su vida... La había felicitado por su reciente cumpleaños con un mensaje por mensajería instantánea y un regalo dirigido a su apartamento con uno de sus guardas de seguridad. Temía que si se presentaba él mismo ella no abriría la puerta al saber de quién se trataba porque recordara lo sucedido la última noche en esa fatídica gala.
Además para esa fecha aún no había nada empezado siquiera pues apenas acababan de presentar los casos a los abogados específicos. No deseaba que se sintiera incómoda, ni violentada por dicha situación... Así que había decidido que como había planteado a su abuela en las muchas conversaciones que habían tenido no la presionaría, sólo cumpliría la promesa de llevarla a casa sana y salva desde el trabajo cuando salieran de noche.
Le costaba verla y no pararse a observarla cuando ella estaba en la oficina o en su coche tanto como no poder hacerle bromas y provocar su sonrisa sin miedo. Extrañaba todo de ella, a veces se había tenido que apretar sus puños para contener sus ganas de abrazarla estando en su oficina o en su automóvil. Era como su penitencia a los pecados de su padre y él lo comprendía, se ponía en su lugar completamente...
Alguna vez la había descubierto mirándole con rostro serio como si quisiera decirle algo pero sin atreverse. Pero también la había visto muchas más veces apartar su mirada de él bruscamente cuando la descubría así y por eso se había contenido. Le dolía cada ocasión que ella apartaba sus ojos de él como un puñal directo a su corazón desangrándole, drenándole.
Ver su bello perfil en aquella foto reconfortaba en cierto modo su maltrecho corazón con un gel refrescante aplicado sobre la picadura de un mosquito. Ella era siempre un bálsamo para él y su dolor, ese dolor que había ido creciendo en él año tras año durante toda su vida hasta encontrarla. Dolor por la falta de cariño real que sus padres le profesaran, la ausencia de gestos que veía en otros padres pero no en los suyos...
En toda su vida le habían inculcado la gran importancia de las apariencias, de aparentar ser más que los demás, de vivir sin preocuparse de nadie excepto uno mismo. Sólo su abuela había tenido la fuerza y el arrojo necesario para no seguir todo el rato aquellas apariencias, ni aquel estricto decoro de no mostrar afecto en público... El pequeño Samuel aprendió a ser un autómata a excepción de con su abuela, a base de castigos.
Castigos que se le inflingían con gran cotidianidad como si todos los niños del mundo los sufrieran al igual que él. Su refugio desde niño a adolescente había sido una abuela que no podía paliar los estragos que aquellos crueles castigos creaban en Samuel. No por falta de ganas sino porque el niño creía literalmente que no debía dejarse llevar por esa laxitud de normas que su abuela trataba de que guiase su vida.
Pero no lo consiguió hasta que tuvo un brutal encuentro con la realidad de su padre un año antes de su año estudiando en Madrid. Era una tarde de primavera cálida, de esas que invitan a escaparse de casa con tus amigos hasta un parque y quedarse tranquilamente tirado sobre la hierba observando el cielo y hablando de tonterías literalmente. Ese hubiera sido el plan perfecto pero la verdad era que estaba regresando en modo resaca porque la noche anterior había estado de juerga en la fraternidad de un amigo.
Era su primer año en la universidad y no era mal estudiante pero sí podía decirse que no le hacía ascos a salir de fiesta con sus compañeros y amigos de toda la vida. Consecuencia de aquello aquel mediodía había despertado en la cama de una estudiante de Ciencias, que le hacía la presa más fuerte que recordaba haber sufrido. La verdad, recordaba toda la noche y no había sido mala como pueda considerarse a primera vista conociendo lo tarde que regresaba a casa.
La había conocido estando ambos más o menos sobrios y desde el primer momento ella había sido quien se había lanzado a besarle... No disgustados con la química entre ambos habían seguido adelante con su conversación acerca de insensateces hasta que ella había propuesto ir a su apartamento y seguir la fiesta allí los dos a solas. ¿Final? Obvio, ¿no? Varias copas después y tras haber jugado sexualmente en la cama, acabaron practicando sexo hasta el amanecer.
La experiencia al recordarla, en retrospectiva, no había sido ni tan maravillosa como la recordaba aquella tarde, ni tan interesante. Tras conocer el amor con Irene, el simple sexo había quedado relegado a un cajón que en aquel tiempo no creía ni que si existiese... En Miami le había vuelto a quedar claro una vez más que el sexo con una mujer libre de inhibiciones y a la que amabas creaba muchas sensaciones y aportaba mucho más placer y orgullo.
Placer porque sólo había que hablar con ella para experimentar libremente, la confianza y el respeto mutuo ayudaban terriblemente ahí. Orgullo porque al ver en los ojos de la mujer la mezcla de sentimientos que la atacaban durante el acto pero, especialmente, en el alcance del orgasmo en que te sentías si cabía aún más poderoso, pleno y cercano que nunca a ella. Y eso, esas sensaciones eran inigualables de todo punto.