Fernando Belmont.
Después de un largo día de exámenes regresé a casa y me encontré con Amelia quién estaba afuera del portón hablando con su novio. Mis papás no estaban de acuerdo con esa relación pero lejos de respetar, la limitaban. Pensaban que al prohibirle estar junto a él, iban a salvarla pero, qué lejos estaban de la realidad.
Mamá y Amelia discutían constantemente. Ambas no tenían confianza de la otra. Por un lado estaba mi mamá que estaba desilusionada de que constantemente le mentía y le ocultaba cosas y por el otro estaba Amelia quien no le tenía la confianza de decirle las cosas o presentarle a algún novio porque sabía que la regañaría o peor, prohibirle verse con alguien.
Por más que hablaba con mi hermana, me llenaba la impotencia de verla llorar, escuchar como mi madre le decía groserías que lo único que hacían era lastimarla; a ella y su autoestima. Cada que se enojaba, mamá la ignoraba y era cortante con ella mientras que mi hermana al sentir eso, trataba de ayudar en casa para mantenerla contenta buscando su constante aprobación, llenando las expectativas que cada vez eran más difíciles de alcanzar.
Leslie siempre hablaba con mamá, tratando de mediar el terreno para que ambas se pudieran reconciliar, pero mamá siempre era dura con Amelia, escudándose en los errores del pasado.
—Es que con ella no puedo hablar normal, con ella tengo que hablar con la verdad, aunque duela.
—Si, pero también fíjate como le hablas. —mencionó Leslie con compasión—Está bien que la regañes y le digas sus cosas, pero también el modo en el que se lo dices no está bien.
—¡¿Entonces cómo quieres que le hable?! ¡¿Con peras y manzanas?!—exclamó enojada.
—Mamá…—suspiró—sé que estás enojada, y lo entiendo. Pero, ¿no te das cuenta que la historia se está repitiendo?
Noah Arredondo.
Han pasado días desde que fue la boda de Alexis. Desde aquel día, mi cabeza no ha dejado de pensar en esa variable dentro de la ecuación de mi relación. “Ninguno está dispuesto a abandonar sus sueños por el otro”.
No es que tuviera o no razón, solo que no nos habíamos puesto a reflexionar en eso. Sí, acordamos visitarnos en nuestras vacaciones, cumpleaños y aniversarios, también casarnos algún día, pero la verdadera pregunta era “¿y después?” ¿Qué pasará con nuestro matrimonio? ¿Ella regresaría? Lo dudo. De hacerlo, jamás se hubiera marchado. Yo, ¿estaría dispuesto a dejar mi vida por ella? En un plano romántico, por supuesto. Pero, ¿abandonar el trabajo que me costó tantos años conseguir para irme a Canadá? Lo dudo.
Si ninguno estaba dispuesto a cambiar su vida por la del otro, ¿qué futuro nos esperaba? ¿Mantenernos en una relación a distancia por el resto de nuestras vidas? Eso, sinceramente, no era lo que quería.
—Jefe, tengo las respuestas de los proveedores para los portavasos de cartón biodegradable que me pidió. —llegó Jennifer sacándome de mis pensamientos.
Me estiró la tablet para que la agarrara. Analicé el documento PDF del proveedor para realizar el pedido semanal. Ella me siguió por el almacén.
—Perfecto. Necesito que me hagas el cálculo de las piezas a pedir, tomando en cuenta el espacio en almacén, impuestos y demanda de los clientes. ¿Cuántas piezas tenemos todavía?
—Cinco paquetes de cien piezas cada uno—contestó mientras me entregaba el reporte de inventario semanal—. De los cuales quedan dos disponibles porque el departamento de ventas cerró pedido de una cafetería en Monterrey, Nuevo León, donde pidieron tres de ellos.
—Tomando en cuenta que hoy hacemos el pedido, ¿cuánto tardará en llegar? —pregunté.
—Si el pedido se hace antes del medio día, hoy mismo. Pero si es después de las 14:00 horas será hasta el día lunes, tomando en cuenta que hoy es viernes y el proveedor no labora fines de semana.
Sonreí. Creí que al hacerle preguntas capciosas enfocadas a la práctica sería más fácil para ella poder entender los movimientos que se realizaban. No me equivoqué.
—Entonces, ¿cuánto pedimos?—arquee la ceja mirándola a los ojos.
Jennifer abrazaba sus papeles mirándome con nerviosismo. Sabía que ella tenía la respuesta, pero tenía miedo de decirme pensando en qué pudiera decirle que estaba en un error. No es que tuviera el efecto Dunning-Kruger, solo era empatía. Sabía lo que era sentirse nervioso, asustado, temeroso de equivocarme porque probablemente se traduciría en fracaso. Sé que mis mentores lo hacían con la mejor intención, que buscaban mi superación y desarrollo; gracias a ellos, tengo el conocimiento y las habilidades que poseo hoy en día. De no ser por ellos, no sabría que hacer.