Rosa pastel

2. La borracha sin alma

Llevaba cuatro días en Santiago y sentía que, de mi perfecto mundo, solo restaban las cenizas de un horrible incendio en el que había terminado mal herida. 

Mi hija mayor —Abril— no respondía como yo esperaba y aunque trataba de contenerla, sus reacciones eran violentas y un tanto preocupantes.

Kelly, mi hermana mayor, insistía en que debíamos conseguir un psicólogo que tratara nuestras heridas, todos nuestros antiguos trances y así también, que nos entregara consejo sobre lo que debía venir para nuestro futuro.

En mi sexto día perdí la cordura y la orientación de lo que estaba haciendo y tras abandonar el elegante departamento de Kelly, estresada por el mal comportamiento de Abril, llamé a Juan dispuesta a rogarle por una reconciliación, una segunda oportunidad que pudiera restablecer nuestra familia, pero en cuanto la línea marcó y la llamada conectó, una dulce voz femenina me llevó a entender qué era lo que estaba ocurriendo en mi antigua casa, me llevó a abrir los ojos y a caer de rodillas contra la propia mentira que yo misma había creado para no resultar tan destruida.

—¿Aló? —La mujer insistió, haciéndome hervir en rabia, jadeé por la línea, deseando ser más valiente para decir algo, pero solo lograba oír su voz, la uqe me lastimaba más de lo que yo quería—. Si eres tú, deja de llamar... —dijo y apreté los dientes con rabia—. Así no conseguirás nada, lo mejor es que dejes de insistir, en serio, Kalei —susurró con su dulce y linda voz, y lloré en cuanto dijo mi nombre, pronunciándolo con facilidad, como si lo hubiera usado cientos de veces—. Olvídate de él, es mío... dedícate a criar a tus hijas y consíguete un gimnasio... estudia algo provechoso, viaja, haz lo que quieras. Pero Juan, ¡Juan es mío! —amenazó y tras eso finalizó la llamada, dejándome con el corazón completamente pulverizado.

Sin ideas, sin pensamientos positivos sobre mí, sin autoestima y sin dignidad.

Llamé a Kelly y le expliqué que estaría un par de horas fuera de casa, tratando de pensar un poco y de organizar mis ideas. Mi hermana, más comprensiva que nunca, aceptó mis excusas, pero le mentí en cuanto ingresé a un humilde bar en la esquina de la calle en la que vivíamos.

—¿Con que puedo embriagarme y morir? —pregunté y el hombre tras la barra se echó a reír de mis ridículas preguntas.

—No lo sé —dijo, riéndose aún entre su respuesta—. Veneno de escorpión... tal vez —musitó apoyándose frente a mí para mirarme con curiosidad.

—Dame dos de esos —dije y la persona que estaba a mi lado se echó a reír, acercándose para mirarme en mi fatal depresión.

—Vamos, no puede ser tan malo —aseguró el hombre que estaba a mi lado y me ofreció su vaso—. Es whisky, sin hielo... te va a romper la garganta —dijo y miré el vaso con curiosidad.

—¿Y esto me va a matar? —pregunté, alzando la mirada para encontrarme a un despeinado y maduro hombre frente a mí. Él alzó los hombros, enseñando desinterés hacia lo que bebía—. Si dices que me va a romper la garganta...

—Y mañana te va a romper la cabeza, si no sabes lo que es el whisky, de seguro vomitarás hasta tu alma —dijo y me sonrió con tristeza—, si es que tienes una —extendió y se empinó el vaso de whisky hasta beberlo completo.

—Sí que tengo una... —afirmé rabiosa y tras eso me callé. 

No estaba segura sí tenía alma o no, no estaba segura ni quién era yo. ¡Con Juan me había perdido a mí misma! ¿Quién mierda era yo? ¿Quién coño era Kalei?

El hombre a mi lado arrugó los ojos y gruñó al finalizar todo el alcohol que le restaba en el vaso, por lo que obvié que era fuerte, tal vez hasta tóxico. Sonreí y sin premeditar nada más, giré en mi asiento, ignoré al borracho que tenía a mi lado y pedí dos vasos de lo mismo que bebía el desconocido. 

Bebí hasta que comencé a hablar payasadas y me sentí ridícula en cuanto me vi rodeada de cuatro hombres que oían atentos mis estúpidas y reprimidas historias de mujer casada, ahora a punto de ser una mujer divorciada con una buena pensión como premio.

Confesé cada cosa que me ahogaba y dejé que esos cuatro desconocidos opinaran diferentes ideas para acabar con mi marido, que ahora mismo dormía con la mujer de la dulce voz.

—Bien, Kei, vecina y amiga, el bar cerró. —El hombre de la barra, al que había hecho reír durante horas, me hablaba con dulzura, quitándome el vaso que tenía en la mano—. Es hora de que vayas a casa... Abril y Violeta despertarán temprano... —dijo y me giré para enfrentarlo. 

¿Cómo era que se había enterado del nombre de mis hijas?

—¿Có-cómo sabes sus nombres? —pregunté, revuelta y un tanto mareada.

—Lo has dicho toda la noche... —él respondió y me empujó afuera, guiándome a la calle—. Tengo que ir a casa, tengo a mi esposa embarazada y debo prepararle el desayuno o se pone de mal humor —explicó y solo sonreí ante la dulzura que emitía, fijándome en como cerraba las puertas y apagaba las luces del luminoso cartel del bar.

—Nadie me ha preparado el desayuno. ¡Jamás! —grité y me apoyé derrotada contra la puerta cerrada del bar.

Me quedé allí mirando al luminoso cielo que tenía encima, perdiéndome en las nubes y el frío de la madrugada que me calaba completa. No podía llegar así a casa, pues de seguro Kelly me odiaría por mi falta de responsabilidad y tratando de tener una idea sobre qué hacer, comencé a avanzar a torpes tropezones por la calle que me llevaba hasta la casa de mi hermana.



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En el texto hay: maltrato, divorcio

Editado: 24.04.2019

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