Me desperté muy temprano esa mañana. Apenas eran las cinco y media. Me revolví unos minutos más en la cama sin saber que hacer, y por fin al comprobar que el sueño no volvía, sin hacer mucho ruido me levanté, tomé mis pantuflas y salí de la habitación descalza, tratando de no despertar a ninguno de mis hermanos que dormían. El contacto con el suelo frío y húmedo, me dio un escalofrío que terminó de despertarme.
La casa estaba en penumbras, asíque a tientas crucé el living y el comedor a paso imperceptible, tratando de no colisionar con ninguno de los bolsos que allí se encontraban, apilados como los dejáramos al llegar la noche anterior del balneario. Sí, mi último fin de semana de verano se había ido, para mi mala suerte. Además de la penumbra, un intenso olor a humedad llenaba la casa, consecuencia de tres días de estar completamente cerrada por nuestra ausencia. Apuré el paso y me encerré en la cocina también en penumbras. Busqué a manotazos la perilla de la luz y la encendí. Fui hasta la ventana que se encontraba encima del aparador y con sumo cuidado de no romper los adornos de mamá abrí los postigos, cerrando nuevamente los vidrios. El aire que entró al hacerlo me hizo estremecer.
Ese lunes amanecía encapotado y frío, ajeno a la estación en la que nos encontrábamos. El aire estaba cargado de una abrumante niebla que lamia los contornos del patio borrándolos en la distancia. Apagué la luz de la cocina, mientras me calzaba. Una claridad difusa que apenas iluminaba se colaba por los vidrios, dejando la mayor parte del ambiente en penumbras. Me regocijé de dicha al pensar que ese día pudiese conservarse frío y tormentoso. Amaba el frío, y los días pasados habían sido tan calcinantes, que había llegado a preguntarme si realmente el frío habría existido alguna vez. Encendí la cocina. Me iba a preparar un té bien dulce. Mientras lo hacia pensaba en la pesadilla que me había sacado de la cama tan temprano. Recordaba solo algunas confusas imágenes, la mayoría eran muy raras y al rememorarlas me ponían la piel de gallina.
Mi sueño había girado durante toda la noche en torno a un charco de sangre y a unos libros que hacia unos meses me había obsequiado mi abuela. Habían pertenecido a mi abuelo, y hasta el momento ni siquiera los había ojeado. Las imágenes de aquel perturbador sueño se me habían presentado de una manera extraña, como fotos, como recortes de la cinta de una película vieja. Le di vueltas al asunto, tratando de encontrar una explicación lógica del porque de ese sueño. Pero no se me ocurría nada. Casi siempre que tenía pesadillas se debía a que había mirado alguna película de terror por la noche o por haberme encontrado en una mala posición. Pero nada de eso había ocurrido. Tampoco había estado pensando en mi abuelo. Aún lloraba al hacerlo, por lo que evitaba pensarlo. Decidí buscar en alguna pagina en Internet alguna interpretación lo más fidedigna posible, aun sabiendo que mis profesores de psicología se reirían de buena gana si me vieran haciéndolo. Mientras tomaba el té, encendí la computadora que tenía en la cocina. Estaba segura de que ese sueño quería decirme algo.
Estuve cerca de una hora y media mirando resumenes de teorías que encontraba. Vi un par de cosas interesantes, pero nada del todo convincente. Cada tanto miraba por la ventana, el día en vez de aclarar parecía haber oscurecido, las nubes se cernían cada vez más bajas y opresivas sobre la ciudad. Parecía que el cielo iba a desplomarse en cualquier momento. Mi regocijo iba en aumento. Al menos por ese día estaba casi segura de que no pasaría calor.
Me quedé un rato más leyendo algunas interpretaciones de sueños que tenían que ver con la pesadilla que había tenido. Pero la mayoría de ellas, eran malos augurios o enemigos que me asechaban para ocasionarme algún que otro daño. Decidí que lo mejor sería volver a la cama y dormir un rato más. Mientras me disponía a hacerlo, comenzó a llover, pero tan repentinamente y con tanta prepotencia que me asusto y me acerqué a mirar por la ventana.
Las gotas eran grandes como porotos y golpeaban fuerte a juzgar por el bullicio que se oía al chocar contra los techos, la vereda, los árboles y todo lo que se encontrara a su paso. Realmente daba la sensación de que el cielo se estaba desplomando sobre la tierra. No tardó en llegar el granizo. Eso me sorprendió más, considerando que nos encontrábamos en febrero. Me quedé allí mirando la lluvia, amaba hacerlo. Podría estar horas mirando llover, perdiéndome en cada gota, viendo como el agua llenaba el patio, como los cristales de granizo llenaban las grietas de los baldosones, como se apilaba en los rincones, o como caía el agua de los techos en forma de cortina viviente.
Cuando llovía el agua cobraba vida, parecía querer ahogar todo bajo su traslucido manto frío. Adoraba empezar de ese modo el día. Permanecí un buen rato mirando como hipnotizada, eran casi las ocho y media cuando reaccioné y salí de la cocina en dirección a la habitación de mamá, ya que papá no se hallaba en casa. Crucé el pasillo oscuro a paso ligero, y entré. Mamá dormía profundamente y no se dio cuenta para nada de mi intromisión, ni siquiera cuando me acosté a su lado, aovillándome porque tenía frío. Estuve un rato allí, tratando de dormir, pero no podía conciliarlo, había algo que me hacia sentir incómoda, me provocaba un sensación de angustia y malestar en el cuerpo de una manera picante. La misma angustia que había sentido antes. Me revolví incómodamente, encontraba la cama demasiado llana, dura. Cerré los ojos y los apreté con fuerza para obligarme a dormir, pensé que no lo lograría hasta que caí de nuevo en la inconsciencia.