El día había amanecido encapotado, las nubes grises tapaban la luz del sol en su totalidad, otorgándole una oscuridad inusual para ser que eran la tres de la tarde. El aire tenía un sabor a tierra fuerte, que se me pegaba en la parte de atrás del paladar, y estaba cargado de una humedad espesa y aplastante. Las calles de mi barrio estaban desiertas, como cada domingo. Mi familia dormía la siesta y yo sola en la cocina terminaba unos ejercicios de sociología. Cada tanto miraba por la ventana el paisaje oscuro y relampagueante del cielo, que amenazaba con desplomarse en cualquier momento. Un trueno ensordecedor me sacó de de mi lectura. Cerré el libro que tenía frente a mí y me dirigí a la ventana. Las primeras gotas ya danzaban sobre el vidrio.
-¿A quién engaño? –Me pregunté –Esto es muy aburrido.
Tomé el libro que reposaba sobre la mesa y atravesé la casa en dirección al living a guardarlo en mi bolso. No iba a estudiar más por hoy. Todavía me duraba el cansancio del festejo de mi cumpleaños de la noche anterior, y deseaba leer un buen libro. Hacia unos tres días había terminado la novela de Delfina y Alfonso y no había tenido tiempo de ir a la biblioteca en busca de alguna otra novela romántica de las que me gustaban para regocijarme los días como estos. La ventana del living me mostró que fuera la lluvia se hacía cada vez más pesada y violenta. En verdad parecía que el cielo se había roto y que su contenido gris y frío se derramaba con intensiones de ahogarlo todo bajo su manto color perla. Fue en ese momento que recordé las pesadillas que había tenido el mes pasado y en consecuencia los libros que mi abuelo me había dejado al morir. Atravesé el living en dirección a mi reducida biblioteca y para comenzar removí varias pilas de enciclopedias y manuales, llenos de polvo por la falta de uso en el verano, pero nada. Seguí con los libros de literatura, los de historia y los de ciencias. Nada. Revolví un poco más entre los últimos estantes. No estaban. Traté de hacer memoria. Pero hacia muchos meses que me los había traído mi abuela, y tratando de evadir el recuerdo doloroso que me provocaba la muerte de mi abuelo, los había abandonado por allí sin siquiera abrirlos. Revisé entre los libros de la facultad por si acaso se me habían mezclado con ellos, pero el resultado fue el mismo. Opté por interrogar a mi mamá más tarde, quizás ella los abría guardado en un lugar más seguro que mi revuelta estantería.
Asique, con la esperanza de hallar algo interesante que leer, fui hasta el mueble cercano a la puerta que daba a la calle, en el que guardaba mi colección de novelas de grandes autores. Quizás algo de Shakespeare me sacara del aburrimiento. Abrí las pequeñas puertas y varios volúmenes cayeron al suelo. Me agaché a juntarlos mientras me reprendía por ser siempre tan desordenada, metí los libros en el estante, pero por alguna razón no entraban, algo los trababa. Me agache más y los vi. Los tres libros de mi abuelo coronaban la pila de mis novelas favoritas. Quizás en un apuro los había metido allí y no lo recordaba. Los tomé y devolví a Shakespeare al armario mientras volvía a la cocina estudiando los libros que tenia en la mano.
Mientras terminaba el té que ya se me había enfriado, los observé detenidamente. Eran del mismo tamaño, un poco más grandes que un libro de bolsillo. Estaban los tres forrados en terciopelo verde muy gastado, que en algunos sectores se había tornado amarillento y había perdido la suave textura. Los tres volúmenes, poseían una gruesa tira de cuero marrón labrado en sus lomos. Después de mirarlos bien, me di cuenta que eran letras de latín antiguo. Sabia que era latín, porque mi abuelo lo hablaba muy bien, y me había enseñado a identificar el idioma entre los muchos libros que el coleccionaba como tesoro, herencia de sus antepasados. Pero por mas que intenteé no pude descifrar ni una sola palabra. Daban el aspecto de ser libros muy viejos. Me preguntaba ¿De dónde habría sacado el abuelo esos libros? ¿Y para que quería que yo los tuviera? Tomé el que parecía más nuevo y lo abrí con cuidado. Un leve crujido del papel y un suave olor a años y polvo me llegó desde aquella primera hoja amarillenta, en la que había una dedicatoria manuscrita, con pluma y tinta negra. Era una caligrafía elegante, bien formada y grande, por lo que pude leerla sin ningún problema. Pero al hacerlo me sobresalté, y no supe porqué. Fue un sentimiento repentino, un leve calor en el pecho, un chispazo. La frase rezaba lo siguiente: “Queridos hijos si alcanzan a leer esto, quizás no sea tarde para vosotros”.
Di vuelta la hoja rápidamente, y me sorprendí aún más cuando constaté que no se trataba de un libro, sino de una especie de memorias finamente encuadernadas. En cuanto comencé a leer me di cuenta que los volúmenes tendrían un orden. Los revisé y el de aspecto más viejo y raído era el primero. La frase del comienzo era la misma en los tres. Tuve que tener un especial cuidado con las hojas del mismo, porque el papel estaba muy viejo y se rompía solo. En algunas partes tenía manchas oscuras que no supe identificar de qué y desprendía un fuerte olor a moho. Tengo que admitir que estos libros despertaron en mi un especial interés, por algo que no supe explicar en ese momento, aunque al mismo tiempo me llenaban de una angustia que nunca había sentido antes. Pero eso no fue todo, en cuanto comencé a leer ya no pude parar por unas cuantas carillas. No podía creer lo que mis ojos leían. El libro empezaba así: