Antes de la oscuridad.
REECE
No sabría explicar con certeza qué ocasionaba mi fastidio. Probablemente, se remitía a que mi amigo se encontraba en una situación peliaguda y, a su vez, ridícula.
Esa noche, en ese preciso instante en que conducía hacia aquella casa con Nishta a mi lado, tuve por primera vez deseos de golpear fuertemente a Jack. Lo deseé con tanta vehemencia que conseguí asustarme; el cabreo me estaba consumiendo.
Parecía colérico e intuía que eso iba a costarle mucho a Jack.
Nishta, por su parte, tarareaba la letra de alguna canción que resonaba en la radio. Cualquiera que no la conociese pensaría que nada le angustiaba, que se hallaba tan relajada porque no le interesaba lo que podría acontecer aquel día. Y ese pensamiento era tan erróneo.
Cuando el semáforo se tornó rojo, aproveché para girarme hacia mi mejor amiga y observarla con patente curiosidad. Nishta me observó, con el azul de sus ojos muchísimo más oscuro que nunca. En ese entonces, entendí que algo cambió en ella y estimé que, quizá, no sería buena idea cuestionar qué había sido. Aislé mi raciocinio, aquel que chillaba incesantemente exigiéndome retomar el camino e ir a casa, en el segundo en que cruzó mi mente dicho designio.
Rasqué mi barbilla, sintiendo el familiar picor y, cuando me decidía a volver mi atención al volante, Nishta chilló:
— ¡Se ha estropeado la radio!
Me arrellané en mi asiento y extendí mi mano hacia la radio, la cual había empezado a reproducir una chocante combinación de sonidos inarmónicos, que no poseían una letra en particular. «Lo que faltaba», pensé mientras golpeaba los botones tratando de que cambiaran de estación; sin embargo, mis esfuerzos fueron en vano porque la horripilante canción no cesaba.
—Joder —mascullé.
—Ya, déjalo —ordenó—. Vas a empeorarlo.
Le dirigí una mirada cargada de hastío y regresé mis manos al volante, contestando cruelmente:
—Es mi puta radio.
Resopló, echando su cabello hacia atrás e ignorándome adrede. Volví a mirar hacia la carretera, ya el semáforo había cambiado a verde por lo que seguí avanzando. Ocasionalmente, el camino no estaba atestado de adolescentes ebrios o ancianos cabreados, hecho que no era muy común en el pueblo. Posiblemente, todas las diferencias entre ayer y hoy que empezaba a discernir debieron servir de advertencia. Podría haberme percatado de que, incluso la luna parecía resplandecer más entusiasta que en cualquier otra fecha. Fueron insignificantes detalles que, si hubiese tomado en cuenta, me alertarían sobre una mala decisión.
No obstante, no les presté atención y continué mi camino. Sentía que pendía de un hilo, es una impresión que no sabría explicar en qué momento se instaló en mi cabeza, pero que yacía allí durante todo el camino. La canción que resonaba en la radio me aturdía, lo hacía increíblemente porque no le encontraba sentido alguno. Acordes, melodías, y ni una sola palabra. Aparentaba atesorar el único objetivo de hacerme perder la calma e inquietarme.
No me percaté de que estaba dejando la vía y me adentraba en una encrucijada hasta que la aguda voz de mi amiga, culminando con mi ensimismamiento, exclamó:
— ¡Reece! ¡Detente!
Hubo un instante en el que todo pareció correr en cámara lenta. Como una jodida película dramática. Simplemente se detuvo.
Un auto negro se cruzó en mi campo de visión y, cuando quise girar el volante para detener el choque, aquel aceleró, estrellándose fuertemente con el viejo Audi de papá, que en ese entonces yo conducía.
No supe describir cómo o cuánto tiempo duró el impacto, ya que entré en una especie de trance al escuchar el estridente grito de Nishta y percibir el cristal de la ventanilla hacerse trizas y caer sobre nosotros. Punzantes y minúsculos trozos de vidrio, rasgaron la piel de mis manos y, unos pocos alcanzaron mi rostro. Dolía, por lo que solté un endeble quejido antes de volver abrir los ojos —los cuales siquiera me percaté del momento en que los cerré—, e intentar abrir la puerta.
—Reece… —miré rápidamente a mi amiga, quien observaba horrorizada hacia afuera—. Tenemos que salir.
— ¡Eso intento! —repliqué.
—No, no… Reece —tomó mi hombro y me señaló en la dirección que veía.
Afuera, el coche que había colisionado con el nuestro, se encendía y disponía a marcharse. Como si ya hubiese terminado su trabajo. ¿Lo más aterrador? No se le apreciaba ningún daño; era casi inverosímil. Impulsé mi pie y pateé con fuerza la puerta junto a mí, obligándola a abrirse.
Editado: 16.07.2018