Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

16

Tierra de Nadie era un lugar húmedo y sombrío. No importaba la época del año ni la hora del día, aquel bosque siempre parecía estar sumido en una especie de anochecer perpetuo. Lo más parecido a las estrellas en aquel lugar eran los escasos rayos solares que conseguían colarse a través de la espesa cobertura vegetal que formaban las copas de los árboles. Si a Keiran se le hubiera ocurrido pintarlo, necesitaría muchísimas tonalidades verdes, todas oscuras. Tantas, que ni siquiera tenía nombres para todas ellas.

Caminaba con cautela a pesar de ir cubierto por un manto de sombras, evitando las miradas indiscretas, aunque este no evitaría que los feéricos u otras criaturas que pudiera haber en aquel lugar lo percibiesen. Moldear la oscuridad para que esta hiciera lo que él deseaba había sido extraño. La magia de Tierra de Nadie era la más salvaje y primitiva de todo Elter y no respondía a los gobernantes fae de la misma manera que en las Casas. Su esencia almizclada le había llenado la nariz y la boca de una manera pesada, casi agobiante, cuando la había manipulado para cubrirlo a él, pero sobre todo a la carga que llevaba consigo.

La sangre era peligrosa en cualquier lugar de Elter, pero en el hogar de los feéricos salvajes lo era más. La sangre significaba una herida, una debilidad. Y una criatura herida en el mundo de los inmortales significaba diversión. Y también, al final, muerte.

Keiran había envuelto la cabeza lobuna de una de las extrañas criaturas que acompañaban a los sidhe en varias capas de tela antes de meterla en la bolsa que ahora colgaba de su mano, para que no gotease y fuera dejando un reguero de sangre, pero su olor todavía era evidente. El aroma de la magia que había empleado para ocultarlo debería ser suficiente, por lo menos hasta llegar a su destino.

Moverse en solitario por Tierra de Nadie era arriesgado, pero no estaba dispuesto a dejar que nadie lo acompañaste hasta aquel lugar cuando lo más probable era que no consiguiera ni la mitad de respuestas que necesitaba. No le hubiera sorprendido que incluso acabase con más incógnitas para resolver. Había sopesado la posibilidad de llegar a su destino empleando los trannsa, portales mágicos que conectaban diferentes lugares de Elter. No eran como la brecha que las sealgair habían sellado, ya no que transportaban a otro mundo ni tenían una esencia tan intensa. Además, no eran estables como el portal de Beinn Nibheiss; no permanecían en un sitio a lo largo del tiempo, sino que podían cambiar de ubicación de manera aleatoria, lo que los hacía tremendamente inseguros. Estaban repartidos por todo Elter, tanto en Tierra de Nadie como en las Casas, pero apenas se usaban; nadie quería acabar en la madriguera de una criatura terrible cuando su intención era llegar más rápido su propio hogar. Nadie conocía su origen ni la razón por la que cambiaban de ubicación.

Todo a su alrededor estaba extraordinariamente quieto y en silencio. El bosque parecía acecharlo a él, curioso. No era habitual que un fae, y menos un Hijo Predilecto, se dejase caer por la tierra que había quedado para aquellos que no estaban dispuestos a seguir las órdenes de quienes se decían los favoritos de Padre y Madre. Keiran sabía que lo estaban mirando, a las sombras que lo cubrían, mejor dicho. Podían imaginarse quién era el que iba debajo de aquellas tinieblas que se deslizaban por el suelo embarrado.

A pesar de la inusual de tener a un Hijo Predilecto moviéndose por su hogar, ningún feérico salvaje se acercó a él, ni siquiera hizo notar su presencia. Tampoco ninguna criatura que no fuera feérica. Los olores que impregnaban el lugar eran los esperables; una amalgama intensa de los aromas de los inmortales que vivían en Tierra de Nadie de manera natural, mezclado con tierra húmeda y metal. No sabía cómo sentirse al respecto, si aliviado o contrariado.

Su espada, limpia y envainada, golpeaba su pierna con suavidad a cada paso que daba. Su peso y su movimiento solían resultarle reconfortantes, pues la sentía como una extensión de su propio cuerpo, como un miembro más. Ahora, ni la espada, ni la daga que llevaba en el cinturón, ni los puñales que escondía en las botas, hacían que se sintiese seguro. Ni siquiera su magia, aquel don de los dioses, podía proporcionarle la protección que más deseaba; la de su Casa.

En Tierra de Nadie había tres puntos de referencia icónicos; Beinn Nibheis, la montaña que en su día había unido el mundo de arriba con el de abajo; las ruinas de Mag Tuired, aquella construcción de piedra oscura parcialmente derruida y vagamente similar a un palacio en la que los gobernantes fae se reunían en fechas señaladas y que, según contaban las antiguas historias, marcaba el lugar donde los dioses se les habían aparecido a los seis Hijos Predilectos originales y les habían concedido sus poderes; y el Craobh Mòr, un roble enorme que según las leyendas feéricas había sido el primer árbol que había crecido en Elter. Se creía que sus raíces discurrían por todo el continente feérico y más allá de este, por debajo del fondo marino, profundas, enraizadas en la tierra y el corazón del mundo inmortal. Su tronco rugoso era tan grueso que ni diez hombres habrían sido capaces de abarcarlo con los brazos abiertos. Sus ramas eran inmensas y se elevaban hacia el cielo como unos brazos voluminosos que clamaban a los dioses que vivían más allá de las nubes y el firmamento. Sus hojas cambiaban de tonalidad dependiendo de la época del año, pasando del verde claro de la menta a la tonalidad oscura y brillante de las esmeraldas, para luego tornarse de color ocre o parduzco. El Craobh Mòr nunca perdía sus hojas, a diferencia del resto de robles normales de Elter.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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