Las palabras desaparecieron de mi garganta. Nadie espera nada bueno cuando a alguien, literal, la obliga a entrar en un lugar sin preguntar si realmente quiere.
Todo el apartamento estaba a oscuras, exceptuando una pequeña lámpara de esquina que daba una tenue luz al salón.
Su mano cálida seguía ejerciendo una leve presión en mi antebrazo mientras me conducía hacia el sofá blanco que ocupaba el centro de la sala.
—Siéntate, por favor.— Cerré los ojos y retuve el aire por unos segundos, a medida que lo soltaba, ya fuera de su agarre, ignoré su propuesta dirigiéndome de nuevo a la puerta. —Espera, no te he dicho que te vayas, necesito tu opinión sobre una cosa— apareció delante de mi con tal rapidez que me obligó a detenerme en seco. Volvió a agarrar mi brazo, esta vez con más delicadeza y encendiendo la luz a medida que me dirigía de nuevo al salón. El chico rubio había desaparecido de la escena, por lo que estábamos solo Nathan y yo.
>Creo que entiendes de esto, y como artista que soy, siempre se empieza por copiar a los grandes para luego sacar propias técnicas y obras— Dijo mientras traía en sus manos lo que imaginaba que era un lienzo tapado con una toalla blanca. Lo depositó en la mesilla del café antes de dirigirse a mi de nuevo quitando la toalla.
—Creo que esto me lo podrías haber enseñado por la mañana. Sólo di clases sobre arte en el instituto. Lo poco de lo que me acuerdo es gracias a que refresco la memoria de vez en cuando visitando los museos.
—Pues con eso creo que es suficiente. —Señaló el cuadro con un gesto con la mano y mis ojos pasaron de él hacia el lienzo. Reconocí al personaje al instante. Se trataba de una copia perfecta del Homme au bain que estaba expuesto en el Museo de Bellas Artes de la ciudad. Había captado a la perfección el modernismo de la época. Los muebles, la bañera y la toalla se encontraban cortadas por los bordes del cuadro, las huellas de agua del hombre en el suelo tenían el color más similar al verdadero; por no hablar del hombre de espaldas descentralizado que tanto rechazo causó en la época del pintor e inclusive en la actual por ser un hombre desnudo y no una mujer. Siempre había sido una pintura que llamaba mi atención, por el hecho de que nos creemos totalmente diferentes en pensamiento a siglos pasados cuando casi no es así.
— ¿Estás seguro que lo has pintado tú y no es robado? Es casi igual, excepto algunos tonos diferentes en la pintura y la fecha y firma en el borde inferior izquierda de Caillebotte. Pero cualquiera que lo vea y no se ha fijado en el original se puede tragar que es este el verdadero.
Sentí bajo las yemas los relieves dejados por el paso del pincel soltando los pigmentos y el borde del lienzo rozar mis piernas desnudas. De nuevo con mi camiseta vieja y nada más que la ropa interior dentro de la casa del vecino. Un escalofrío recorrió mi espalda y todos los vellos de mi cuerpo se erizaron. Algo no iba bien, no me sentía segura en esa habitación con él y el otro chico merodeando por allí a esas alturas de la noche. No estaba acostumbrada a estar despierta tan tarde y menos fuera de la comodidad de mi cama a pesar de ser joven y la madrugada del sábado.
—Creo... Me tengo que ir.— Me levanté del cómodo sofá y salí corriendo hacia mi apartamento. Por suerte llevaba las llaves enganchadas en el dedo meñique con la anilla del llavero y no la solté en ningún lugar. Cerré la puerta y me deslicé hasta quedarme sentada apoyada en la madera beige manteniendo la vista en la cortina blanca del salón.
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Los rayos de sol que entraban por la ventana hicieron que tardara un poco más en abrir completamente los ojos. Pasé mis manos por la parte de abajo de la almohada como tenía la costumbre de hacer. Era domingo y nada de trabajo me estaba esperando en el salón como era habitual. Me tomé mi tiempo en levantarme, desayunar, vestirme y salir a la calle.
Las mañanas de domingo en Boston siempre son tranquilas. Familias paseando por las calles y disfrutando de los placeres que permitía el tener el mar tan cerca de la ciudad. Hoy, al no haber planes en mi vida, decidí pasar el día en la bahía Back, en la desembocadura del río Charles, un lugar en el que la temperatura, tanto en verano como en invierno, daba una tregua. Compré el desayuno en la calle, típico americano, la vida en la calle las veinticuatro horas del día.
Terminé mi desayuno y busqué una papelera cercana para tirar el papel lleno de chocolate que había dejado mi gofre pero, unos sollozos y unos pequeños gemidos que se escuchaban cerca del árbol que estaba detrás del cubo de la basura hicieron que detuviera mi caminata de vuelta a casa.
Me acerqué con cuidado de que nadie me viera pisando el césped, cosa que estaba prohibida por un cartel justo al principio de la hierba. Una caja de cartón entre medio de dos raíces sobresalientes del árbol llamó mi atención. Me acerqué con cuidado y me senté cerca de ella cuando los mismos sollozos aparecían de nuevo desde el interior de la caja. Con cuidado la abrí y, un trozo de mi alma y de mi corazón se rompió en varios pedazos al ver lo que contenía.