Sacrificio

Trigésima Novena Ofrenda: Maltrato

Estaba sola en el mundo, temerosa de la gran carga que significaba la expectativa de en quien me iba convertir desde el día en el que nací, aumentado dicho peso al descubrir que poseía una habilidad similar a la de mi madre, una mujer ya celebre en el mundo al cual pertenezco.

Danya Basilisco fue siempre un ejemplo a seguir en Nwarvus, nuestra tierra natal. Hija de Daniel Basilisco, mi abuelo, y la razón por la cual llevo este nombre, el cual fue un poderoso cazador que poseía el poder la petrificación con sólo tocarte y mirarte directo a los ojos.

Al morir, le pidió a Danya, su única hija, que pasara su apellido y que hiciera de sus hijos personas tan excepcionales como lo era él y ella, su orgullo.

Mi madre se tomó la tarea muy en serio, más de lo que se podría decir «normal».

Somos cuatro en nuestra familia sin contra a nuestros padres. De todos, yo soy la menor, y la única que nació con una habilidad muy similar a la de mi progenitora: el veneno. Es por esto que decidió centrar especial atención en mí desde niña. Recuerdo perfectamente el día que me lo dijo.

—Naciste con el mismo don que yo, Danielle. Fue sin dudas un regalo divino intervenido por tu abuelo, quien espera de nosotras lo mejor del mundo, de conservar su nombre y apellido en lo más alto. ¿Lo entiendes? —Asentí sin saber que me esperaba una larga vida llena de penas.

Mi madre, al ya conocer lo que ella misma podía hacer, me obligó a superarla desde temprana edad, pues creía que traspasar sus experiencias de aprendizaje en las artes del veneno haría un camino más fácil para mí. Qué equivocada estaba.

Me hacía levantarme a las cuatro de la madrugada para ejercitarme. Después, tenía que generar tanto veneno como pudiese hasta quedar agotada, al borde de desmayarme. Esto en favor de ser capaz de crear cada vez más toxinas y llegar a un punto en el cual supere la cantidad que ella podía crear a mi edad.

Desde pequeña, se me enseñó a usar mi veneno para matar. Primero fueron insectos: alimañas que pueden ser encontradas donde sea. Después, roedores, aves y otros animales pequeños. Al conseguir aniquilarlos, tuve que hacerlo con perros, gatos y otras especies de mediano tamaño. Pasamos a los caballos, toros y avestruces, terminado con un hombre condenado por mi familia a muerte, una persona de piel morena y ojos tristes que jamás olvidaré.

—Por favor, no lo haga. Me obligaron a obrar mal. ¡Perdóneme! —pedía con lágrimas en los ojos el prisionero, incitada por mi madre a envenenarlo, hincado ante mí y atado de brazos. Yo tenía apenas siete años cuando le vertí tanto veneno que expulsó espuma por la boca, oídos y ojos hasta desfallecer.

—Tardaste mucho. Práctica más la toxicidad y acidez. Quiero que mueran en menos del minuto para la próxima —dictó mi madre sin siquiera voltear a ver a la niña que lloraba y temblaba por haber matado a un pobre hombre.

Hasta la fecha tengo pesadillas con ese día. Ella lo olvidó por completo.

A la edad de once era obligada a pelear contra mis hermanos, quienes me golpeaban sin piedad con sus agresivas habilidades, lo que me ocasionó terribles fracturas, moretones y pérdida de dientes. Lloraba siempre en el suelo de la arena de prácticas luego de ser apaleada, abandonada por todos a la par que se burlaban de mí por ser tan débil, para luego ser regañada por mi madre.

—Ellos son escoria. Tus habilidades superan por creces a las suyas. ¿Qué pasa? ¿Por qué no peleas?

—Son… mis hermanos…

—¿Eso qué importa? —preguntó la mujer, molesta—. Atácalos con todas tus fuerzas, no importa quienes sean. Debes ser la mejor. —Luego de eso, en el siguiente encuentro que fue meses después, inicié desplegando una gran cantidad de veneno a mi alrededor, oculta entre él.

Mi madre, nada impresionada, observaba la escena, mientras que sus demás hijos se agarraban a golpes con todo, fastidiados de tener que buscarme.

Al final, sólo quedó el mayor de todos, mismo que tenía diecinueve en ese entonces. Él se acercó a la nube de humo y la dispersó, encontrado nada detrás de ésta. La matriarca sólo arqueó una ceja de su duro semblante y observó como aparecí detrás de mi hermano y le arrojé mi veneno más poderoso. Esto lo debilitó, mas no lo hizo caer, golpeada de llano por su habilidad, derrotada en un instante.

El mayor se rio de mí y abandonó la arena, decepcionada mi progenitora de aquello, la cual pidió a los médicos no ayudarme por mi incompetencia.

Los años pasaron y se fue haciendo costumbre usar la misma técnica de ocultarme entre el veneno, aunque comencé a atacar un poco entre lapsos, mas nunca conseguí la victoria como tal. Siempre uno de mis hermanos se me adelantaba y terminaba derrotada, sin ayuda de los médicos de la familia, humillada por todos.

Al paso del tiempo, mi madre me sacaba a enfrentar noxakos, cosa que era fácil a comparación de todo lo antes vivido, insatisfecha al ver lo mucho que me tomaba derribarlos, aunque las quejas lentamente cedieron. Creí que era señal de estar ya a un nivel que le agradara, pero no fue así.

A mis quince años fui convocada para el siguiente combate de práctica. Estaba lista para vencer a todos mis tontos hermanos, tenía en mente la estrategia perfecta para conseguir de una vez dicha hazaña, cosa que no sucedió.

Entró a la habitación nuestra progenitora, delante de sus hijos y sin ellos meterse a la arena. Dicha se colocó frente a mí, lista para combatir, lo que me dejó sin habla.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no atacas? —preguntó la matriarca, escuchadas las risas de sus hijos detrás de ella—. ¡Silencio, incompetentes! —aseveró la mujer, callados los demás al instante—. ¡Ataca, Danielle! —Quería hacerlo, pero tenía mucho miedo. Había visto de lo que ella era capaz y enfrentarme a ella, podría acabar con mi vida para siempre. —Bien, entonces empiezo yo. —Un nubarrón de veneno escarlata escapó de Danya, dirigido a mí, mismo que traté de evadir, mas aspiré un poco de éste, lo que me enfureció y drogó para que fuera en contra de la mujer.




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