Sal

Prólogo

— ¿Qué tienes?

El hombre que aparentaba treinta años no se molestó en responder, pues la verdad es que no había escuchado la pregunta. Se mantenía absorto, mirando fijamente a través de la ventana, era una hermosa vista la que lograba divisarse desde el cuarto piso, claro está, mas no era ésta en realidad la que tomaba de rehén su atención, pues hasta pareciere que ni él mismo sabía qué era, al igual que el muchacho de veintidós años allí presente, que, al no obtener una respuesta más clara que un leve gruñido, se acercó para poder asomarse también.

Unos niños se alcanzaban a ver en la plaza frente al edificio; jugueteaban con las palomas mientras quienes parecían ser sus padres las alimentaban con migajas de pan. Lorenzo no comprendió bien, por lo que miró hacia otras direcciones, pero nada aparte del tráfico de autos y personas entrando a trabajar al edificio de al lado. Nada que pareciera ser merecedor de la atención que su amigo prestaba sin pensarlo. Algo atontado y medianamente preocupado tocó el hombro del hipnotizado.

— ¿Qué tienes?—volvió a preguntar, ahora más preocupado que curioso.

Arturo, que sin haber vuelto completamente en sí, tocó la mano del joven, y de una manera delicada la quitó de su hombro. Dio un respingo y apresuradamente se alejó de la ventana, como si de un momento a otro por ésta corriera una mortal cantidad de electricidad. Se rascó la canosa barba de dos semanas e inmediatamente se volvió de nuevo a la ventana, ahora a una distancia más "segura."

—Dios mío, ¿estás borracho?—reclamó con un semblante serio el joven.

El hombre no respondió, seguía mirando la ventana con los ojos tan abiertos que uno pensaría que realmente era posible que se salieran de sus cuencas y acabaran en el piso de madera podrida, rodando como canicas. No estaba borracho, Lorenzo sabía tan bien como todos en el orfanato que Arturo había trabajado bastante duro para frenar ese problema de bebida, y no faltaba mucho para que se cumplieran dos años enteros sin que su sistema hubiera probado una sola gota de alcohol. ¿Pero entonces qué...?

Una vez más se asomó, pero ahora se vio obligado a retroceder, tan alarmado, que terminó tropezando con un viejo castillo de juguete que alguno de los niños debió dejar allí el día anterior. El hecho de que una parvada haya pasado demasiado cerca de la ventana, junto con el sonido de las campanas de la iglesia de la plaza, le habían sorprendido y no ligeramente, hasta hacerlo acabar de espaldas en el mugriento piso. Se mantuvo sentado con la mano derecha en el pecho y respirando agitado por un minuto completo, luego, queriendo recuperar la compostura, trató de ponerse de pie. En su intento volvió a pisar el ahora roto castillo y estuvo a punto de caer otra vez, fue la mano de su amigo quien le evitó repetir tan bochornosa escena (aunque por el estado en que miraba a Arturo, quizá era el equivalente a que nadie le viera).

— ¿Estás bien?—preguntó quien anteriormente era el mudo.  

Sin responder, se reincorporó con una prisa anormal, luego, sacudiéndose, empezó a reclamar con molestia a Arturo por su extraña conducta que casi le hace terminar con un pie torcido.

— ¿Querías que alguien más llegara y te viera igual de loco a cómo te vi yo? Ay, Arturo—sacudió su frondoso cabello con la mano derecha, a la vez limpiándose algo del sudor que la situación le provocaba—. ¿Qué estabas viendo allí de todas formas?—cuestionó a la vez que muy despacio negaba con la cabeza.

El hombre volvió a paso lento en dirección a la ventana, y con esto Lorenzo creyó que volvería a repetirse la misma escena, lo consideró innecesario, y ya bastante fastidiado estaba, por lo que se encaminó a la puerta con todas las intenciones de dejar al tipo con sus alucinaciones a gusto. Ya alguien más entraría y al verlo así lo mandaría con un psiquiatra, y no precisamente con uno bueno.

— ¿No lo sientes?

Lorenzo se detuvo, su mano apenas y había rozado la superficie metálica de la perilla. Alzando una de sus cejas giró la cabeza y puso su mirada inquisitiva sobre el adulto, comprobando que estaba en sus cinco sentidos y de paso si la pregunta había ido dirigida a él.

— ¿Qué cosa? —indagó, indiferente.

En ese momento no supo por qué, pero por instantes lo vio todo borroso, como quien se queda ciego de manera espontánea. Sus ojos se reenfocaron sobre una pequeña biblia envuelta en cuero negro sobre el librero color café. Fue como si el Padre Tiempo dejara de correr dentro de su rueda de hámster para tomar un breve descanso, congelando absolutamente todo, exceptuando a Lorenzo, que a paso tembloroso fue hasta el mueble, estiró su brazo y tomó el Libro, abrió una página al azar, vio, con los labios temblorosos que allí decía «Daniel 8:10» y luego leyó en su mente: «Escuché entonces una voz que desde el río Ulay gritaba: “¡Gabriel, dile a este hombre lo que significa la visión!”»

¿Qué clase de mensaje le estaba dando el destino? Ninguno, el destino no existía para él, y entonces… ¿por qué estaba tan asustado?



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En el texto hay: apocalipsis, trastornos, profecia

Editado: 10.02.2020

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