—Te dije que no, ya aplácate o te dejamos aquí.
Ese regaño no evitó que el pequeño de ojos claros desistiera de su berrinche. Su madre, una mujer de aspecto cansado, con el cabello lacio castaño y ojos casi grises, no siguió tratando de razonar. Salió del supermercado sin mirar atrás y tal como esperó, el pequeño Alan corrió tras de ella, sujetándola de su pantalón con unas cuantas lágrimas resbalándosele por las rojas mejillas. Sonrió mirando a su hijo, luego continuaron caminando juntos a través del estacionamiento hasta a lo lejos, siendo cubierto por la sombra del delgado árbol, un automóvil de color azul, rodeado por tres personas, le esperaban.
Había una niña castaña con un aspecto que hacía parecer que no pasaba de los doce años, ella se hallaba demasiado ocupada en su teléfono celular como para prestar atención a su tía y primo yendo hacia ellos, llevaba puesto un simpático gorro celeste con forma de ave. A su lado, recargado sobre el auto a pesar de las constantes exigencias del mayor a su derecha, un chico de la misma edad, con el cabello rizado negro y de ojos claros, no dejaba de moverse, ansioso o quizá impaciente, con un semblante atorado en lo aburrido miraba cómo su pequeño hermano y su madre finalmente llegaban. Quien le llamaba la atención a este último era un hombre que pasaba de los cuarenta años, con el cabello corto negro y algunas canas asomándose por las orillas de su cabeza, vestía una sudadera gris y sonrió apenas vio a su esposa e hijo venir en camino. Sus hijos tenían por mucho un aspecto más parecido al de él, casi no parecían haber heredado nada de su madre, aunque algunas amigas suyas dijeran que la nariz o las orejas, lo cierto era que no había nada de eso. Ella juraría que no eran suyos de no ser porque albergó a ambos durante nueve meses dentro de su vientre. Y ahora que lo pensaba, el pequeño Alan sí que compartía algunas de sus mañas, como juguetear enredando su cabello en su dedo índice o a veces morderse las uñas. También se denotaba su buen gusto musical, ya que muchas veces acompañaba a su madre a tocar el piano en la sala. A sus siete años, sin contar por sus berrinches tan notorios, parecía ser más inteligente que todos los de su edad. Aunque claro, no es ninguna novedad que una madre piense eso acerca de su hijo, no obstante en esta ocasión estaba más que justificado.
— ¿Por qué tardaron tanto? —preguntó el muchacho, impaciente.
Por otro lado Erick era un vivo retrato de su padre. Al niño poco le importaban cosas como la música o el arte, se enfocaba más en salir con sus amigos a dar la vuelta por la colonia o a veces al centro de la ciudad, jugar futbol, andar en bicicleta, total, cualquier cosa que no le obligara a estar encerrado en casa.
—Tu hermano—dijo la mujer—, quería que le comprara uno de esos chocolates que están bien caros y nada más no se venía.
Ante la acusación de su madre, el pequeño Alan fijó su vista en el suelo, se le notaba apenado porque su hermano, prima y padre se enteraran de su rabieta. Dejó de sujetar la mano de Norma y se fue a un lado de su hermano mayor, él lo recibió revolviéndole el cabello de forma juguetona, aunque sin sonreír.
—Bueno—habló finalmente la chica que no había cruzado palabra con nadie en los últimos diez minutos, o al menos no verbalmente—. ¿Entonces ya nos vamos, tía? Dijiste que luego de esto iríamos a la pista de patinaje.
—Si no vamos rápido va a haber mucha gente—se quejó el chico, no paraba de mover su pierna, parecía un taladro descompuesto.
La verdadera razón de la ansiedad del muchacho nunca lo supieron los allí presentes, sólo él, y es que varios de sus compañeros de salón quedaron en ir a esa misma pista de patinaje que únicamente se pone en temporada de invierno.
Luego de que Carlos hablara con su hijo menor, cargándolo y meciéndolo a gran velocidad —pues esto el pequeño lo disfrutaba bastante—, le hizo prometer que no volvería a portarse así con su madre, aunque todos ahí estaban conscientes de que a su edad mucho no podía hacerse para evitar una que otra rabieta. Marlene les vio, dejando ver una ligera sonrisa, antes de que se decidiera a finalmente abrir la puerta del coche. Poco le importaba que sus padres le hayan obligado a ir con sus tíos y primos todo el fin de semana ya que ellos tuvieron que salir por asuntos del trabajo. Era difícil de creer que aquella chica era la misma de hace unos años, que disfrutaba jugar con sus primos y ahora hasta pareciera que ignoraba su existencia.
Nadie de los cinco tenía idea que al mismo tiempo que la castaña se disponía a entrar al coche, en alguna otra parte de la ciudad un hombre llamado Arturo miraba por la ventana, absorto, con su amigo Lorenzo a un lado suyo, como si esperara a que súbitamente algo pasara. ¿Pero qué? Era un día normal de invierno allí fuera, el cielo estaba nublado y solamente una pequeña fracción de luz solar se colaba entre las nubes. Hacía un viento que no llegaba a ser molesto y agitaba suavemente las ramas de los árboles. ¿Entonces qué podría salir mal?