–Piensa lo que quieras –me encojo de hombros.
Me alejo de él, no tengo ganas de discutir. Echo una mirada en el teléfono satelital, que está tirado al lado del parabrisas.
Me pregunto si se puede llamar a un número normal desde ese teléfono. No entiendo mucho de estas tecnologías.
–¿Quieres llamar a tus padres? –me pregunta Salvaje.
“No” –tengo ganas de responderle guiándome por una terquedad estúpida, pero pensándolo bien respondo honestamente.
–Sí, quiero –digo en voz baja.
–Ahora vamos a llamar.
Coge el teléfono, lo vuelve a conectar, me muestra la pantalla para que pueda ver cómo se usa el dispositivo. Primero hay que marcar una combinación secreta de números específicos.
–Y ahora marca el número de tus padres –dice Salvaje.
Me pasa el teléfono rozando mi mano con sus dedos, y luego ni siquiera retira su mano. Cojo el teléfono y miro a Salvaje expresivamente.
–Marca el número –me dice inmutablemente.
Suelta mi mano. Pero no aparta de mí su mirada.
Arrimo el teléfono contra mi oreja. Los pitidos suenan de una manera diferente. No cómo en un móvil corriente. De repente los pitidos se cortan y, tras una pausa que parece interminable, oigo la voz de mi madre.
–Hola –digo.
–¿Katya? –enseguida siento que está preocupada–. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué tu teléfono móvil está apagado?
–Estamos atrapados en un área donde no hay cobertura.
–¿De dónde me llamas ahora? Me aparece el “número oculto”.
–Este es el teléfono de trabajo de mi jefe.
–Katya, ¿está todo bien?
–Sí, mamá, no te preocupes.
–Dijiste “estamos atrapados” –por el tono de voz de mi madre puedo imaginar cómo frunce el ceño–. ¿Qué quieres decir con ese “atrapados”? ¿Cuándo vas a llegar al hotel?
Le explico todo lo que nos ha pasado, trato de calmarla, la aseguro que ya vienen a rescatarnos y que el problema prácticamente ya está solucionado.
Nos despedimos. Prometo llamarle más tarde, por la noche.
Le devuelvo el teléfono a Salvaje. Y él de nuevo aprovecha el momento. Nuestros dedos se tocan, su mano roza la mía por más tiempo de lo que se necesita.
Me aparto de él. Me escabullo dentro de la chaqueta. Rompo el contacto indeseado, pero tal parece que no del todo.
Salvaje sonríe. El silencio entre nosotros se vuelve tenso. En sus ojos brillan unas chispas que no me gustan para nada.
–¿Para qué tienes un teléfono satelital? –pregunto para cambiar de tema.
–Porque está disponible en cualquier parte del mundo.
–¿Sólo por eso?
–Y también porque es prácticamente imposible pincharlo.
Asiento con la cabeza y entrelazo mis dedos. No se me ocurre nada más. Me desespero pensando en cuándo vendría Karimov a rescatarnos...
–¡Respira! –de repente exclama Salvaje.
–¿Qué? –doy un sobresalto de susto.
–Si hubieras visto tu cara...
Levanto mis cejas en una pregunta muda.
–Y también la expresión de tus ojos, joder –hace una mueca.
–Otra vez con lo mismo…
–Dime, Katya –él de repente se inclina hacia adelante y se cierne sobre mí, mientras que yo tengo que dar un paso atrás y arrimarme contra la puerta del coche–. ¿Crees que quiero abusar de ti?
Su pregunta inesperada hace que me estremezca.
Lo miro. Simplemente no puedo apartar la mirada. Probablemente sea una estúpida, pero creo que no me hará nada malo mientras lo miro directamente a los ojos.
Levanta su mano sobre mi cabeza. Como si quisiera agarrarme por el cuello. Pero luego su mano se aprieta en un puño, y él baja la mano sin llegar a tocarme.
–Mis deseos no importan –dice Salvaje en voz ronca y sonríe–: No tengas miedo, nada va a pasar. Cuando me miras así, es como si me tuvieras encadenado. No me voy a ir a ningún lado.
Sus labios casi rozan los míos. De nuevo. Y no puedo esquivarlo. Incluso si él no me toca físicamente, igual me lo pone difícil. Su postura dominante me pone nerviosa.
Pongo mis manos sobre su pecho. Quiero empujarlo, apartarlo de mí, pero al ver la reacción de Salvaje me doy cuenta de que he cometido un error.
Fui la primera en tocarlo. Esto significa que él también puede hacerlo.
–Te ha gustado el beso –dice sonriendo.
–No –murmuro asustada, quito mis manos, tratando de hacerme a un lado, pero no hay espacio.
–Sí, te ha gustado –dice entrecerrando los ojos, intercepta mis muñecas y hace que mis manos de nuevo reposen sobre su pecho–. Y todo lo demás también te va a gustar.
–No lo hagas –sacudo la cabeza nerviosamente–. Suéltame.