—Mami, anoche soñé con hadas de muchos colores —decía Naomi con alegría mientras daba pequeños saltos alrededor de su madre—, cantaban y hacían bailes muy graciosos.
Nilsa levantó la mirada de su libro, atraída por las palabras de su pequeña hija.
—¿Solo fue un sueño? —indagó mirándola con atención.
Naomi se detuvo, miraba confundida a su madre meditando aquella pregunta. La mayoría de las veces se preguntaba si de verdad todo lo que veía eran simples sueños, si aquellas criaturas nocturnas eran solo producto de su alocada imaginación, o de lo contrario, eran reales y de verdad la visitaban todas las noches. Su madre le repetía tantas veces que no existían, que hasta ella misma dudaba de lo que veía.
—Naomi, escúchame —continuó Nilsa—, ya tienes siete años, eres una niña grande que puede cuidarse sola ¿Verdad?
—Claro que sí —contestó emocionada.
—Entonces debes entender esto —explicó Nilsa—, los demás niños creen que esas criaturas que ves en tus sueños y dibujas, solo son reales en los cuentos de hadas. Para ellos no existen, así que procura no mencionárselos, ¿vale?
—Pero mami…
—Es por tu bien, nena —interrumpió Nilsa—. Si te oyen hablando de ese tipo de cosas, creerán que eres una niña diferente y no querrán hablarte o incluso te molestarán.
—¿Ser diferente es malo? —indagó Naomi con tristeza.
—Claro que no, mi amor —acarició con dulzura las mejillas sonrosadas de Naomi—. Ser diferente es muy bueno, pero los demás no lo ven de esa manera. Las personas normales les tienen miedo a lo que no encaja con ellos, porque se niegan a aceptar lo que va más allá de su entendimiento. Prométeme que no dirás nada de esto a nadie, ¿sí?
—Está bien.
—¿Promesa de meñique? —exclamó Nilsa levantando el dedo pequeño de la mano derecha.
—Promesa de meñique —exclamó Naomi risueña.
Cruzaron sus meñiques mientras tocaban las yemas de los pulgares de la misma mano, como señal de una promesa inquebrantable. Desde ese día, Naomi no volvió a mencionar el tema con nadie más. Se guardaba para sí misma todos sus aventuras y fantasías, aquellas que tenía desde los tres años donde las criaturas mágicas de su jardín le hablaban, la llamaban a media noche y jugaban con ella hasta la llagada del amanecer. Pero ella sabía muy en el fondo que no eran producto de su imaginación, todo era real.
Salió a jugar al jardín, la naturaleza siempre le llamó mucho la atención, los misterios que encerraban las profundidades de los bosques y mares la atraía. Como todos los días, los niños jugaban con alegría en grupos cerca de la acera, pero no se acercaba a ellos por miedo. Muchas veces era despreciada e insultada, en la escuela lo hacían muy a menudo y en casa evitaba dejarse ver, no quería que sus padres supieran esa parte de su vida.
—Ahí está la rarita —susurraban al verla.
—Mejor vámonos, no se nos vaya a pegar su enfermedad —comentaban otros mirándola con asco.
Jamás había mencionado nada sobre aquellas criaturas, por lo que su aislamiento no era por ese motivo. Múltiples veces se lo decían en su cara, mientras la empujaban y tiraban sus cosas al suelo. Pero decidió mejor ignorarlos y no pensar en ello, aún le dolía traer esos recuerdos a su mente. El resto del día se dispuso a leer uno de sus cuentos favoritos, la bella y la bestia.
Durante la noche y antes de acostarse a dormir, hizo un dibujo especial. Un recuerdo lejano llegó a su cabeza de repente, unas hermosas muchachas de rostros delicados y figuras esbeltas, pero con un particular resplandor plateado. Dibujó a una de ellas, la que más le llamó la atención. Una pelirroja de brillantes ojos dorados, su cabello ondeaba como si estuviese sumergida en el agua. Algo en ella le era familiar, tal vez el peculiar color de sus ojos, la forma en que se oscurecían al llegar a la pupila tornándose de un oscuro color rojo. Eran inquietantes, atemorizantes y tan familiares a la vez.
Se dejó llevar por el sueño, la pesadez de sus parpados y la ligereza de sus extremidades. Dormía profundamente, pero como se estaba haciendo normal para ella, un suave toqueteo en su ventana la despertó. Sabiendo de qué se trataba, se colocó su buzo, unos zapatos y en silencio salió al jardín. La luna estaba en su máximo esplendor, lo que le indicó que era media noche como mínimo. Vio a lo lejos, cerca de los arbustos que quedaban hasta el fondo de su patio trasero, varias dríadas floreadas danzando con emoción como siempre.
—Hola —saludó Naomi corriendo hacia ellas—, Zoe, Nuzel, ya llegué.
Ambas cesaron sus divertidos juegos para correr al encuentro con Naomi, riendo y cantando con alegría. Zoe era una dríada con alas moradas brillantes, piel rosada, ojos azul celeste, nariz respingona y ropa hecha de margaritas. Nuzel por su parte, tenía la piel dorada, de grandes ojos verdes esmeralda y ropa hecha de hojas y enredaderas. Su cabello estaba adornado con pétalos y pequeñas raíces, formando una especie de corona multicolor. Tenían la misma estatura que Naomi aparentando ser solo unas niñas, pero en realidad tenían cientos de años de vida. Aun así, eran sus amigas, las únicas que tenía.
—¡Naomi! —exclamaron al unísono.
—¿A qué jugaremos hoy? —preguntó llena de curiosidad.
—Un juego muy especial… —dijo Nuzel.
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Editado: 29.10.2024