Es la primera noche que he pasado lejos de Violet desde que la conocí. Se siente tan…vacío o puede que sea porque estoy mirando a un techo blanco. Me miro la palma de la mano un instante, tengo una cicatriz donde antes estuvo el corte que me hice con la llave. Permanecerá ahí siempre, recordando mi error.
Zane me ronca al oído. Me ha costado dormir con él en la misma cama, casi no hay espacio y estoy al borde del colchón. Pero sigue siendo mejor que tener que apartar a Violet cada dos por tres durante la noche para que deje de rodar a mi lado.
Me levanto de la cama para estirar las piernas. El amarillo de las paredes refleja la luz del amanecer volviendo el lugar en un sol radiante, casi hasta parece que me voy a quemar si toco algo.
Mi mirada recorre la habitación, desde la mesilla hasta el armario de roble, y finalmente se detiene en una pequeña mesa. Sobre ella, trabaja un alambique destilando una poción. El crepitar de su caldera llena el silencio calentando una muestra cuyo contenido Zane ha mantenido en secreto. Sin embargo, anoche me explicó que la esencia asciende en forma de vapor por el cuello de cisne y, al llegar al serpentín, se enfría y se convierte en el líquido azul que está recogiendo gota a gota en el frasco. Según él, aprendió este proceso observando la destilación de aceites y perfumes. Sin embargo, desde ayer, solo ha logrado llenar la mitad del recipiente y ha extendido un olor afrutado que me eriza el vello.
De súbito, unos golpes secos en la puerta me sobresaltan, noto como me ha dado un vuelco al corazón de la impresión. Zane, raudo, se pone en pie, recoge el frasco con la poción destilada y coloca otro debajo con presteza para no perder ni una gota. Sella el frasco que tiene en la mano con un tapón de corcho y abre la puerta, fatigado, pero con una sonrisa.
Frente a él se encuentra un hombre de barba espesa, el posadero que ni siquiera nos saludó anoche al llegar, tiene el ceño fruncido y la cara roja.
—Aún me debes…
—El pago del cuarto —interrumpe Zane con premura, como si hubiera ensayado su discurso y solo quisiera deshacerse de él—. No lo he olvidado, Ferb. Eres como un padre para mí. Por eso quiero que aceptes este elixir de la pasión. Harás muy feliz a Carol.
Zane le entrega el frasco en sus manos y el hombre se rasca la barba, pensativo, mientras examina el frasco.
—¿Y cómo salda esto la deuda?
—Carol será tan feliz que ella misma la pagará, no tenga duda.
El hombre se queda atónito volviendo a estudiar el frasco con la mirada. Zane cierra la puerta con brusquedad y suspira liberando toda la presión de sus hombros.
No alcanzo a comprender cómo puede tener una deuda y no sentir el estómago revuelto, a mí se me retuerce solo de pensarlo, y eso que no soy yo quien le debe.
Zane abre el armario y comienza a regar las macetas que esconde en su interior. Las plantas, del púrpura más oscuro al azul más claro, se retuercen hacia donde notan el agua. Anoche, Zane me explicó que había estado recolectando estas plantas en sus viajes y que aún le quedaban muchas por investigar. No son entes, sino plantas transmutadas por la magia de la grieta y, la verdad, es que agradezco que no lo sean; ya tengo suficiente con Violet y su Burra.
Buscamos al arlequín por el distrito. Sin embargo, a juzgar por el osito y el taburete que vi el día anterior, me atrevería a decir que es él quien nos ha localizado primero y se está divirtiendo a nuestra costa. ¿Dónde se ocultaría alguien que sabe que le estamos buscando?
Nos detenemos a desayunar en una cafetería mientras pensamos la respuesta. Ambos pedimos café y nos traen tres. Al principio pensamos que es una equivocación, pero, de pronto, una patita de oso recoge una de las tazas y se vierte el café caliente por encima, impregnándose de un aroma tostado. Zane y yo le miramos perplejos y él nos levanta un pulgar. Su descaro no tiene límites.
Nos tomamos las tazas de un trago e intentamos atraparlo, pero se escapa. Dejo unas monedas para pagar el café, y le perseguimos por las estrechas calles hasta una plaza concurrida. Y entre el bullicio de murmullos y ecos de pasos, distinguimos a un bufón que nos saluda, inclinando su sombrero hacia su pecho, dejando al descubierto sus rizos rubios, y con una amplia sonrisa de burla en su rostro pintado.
Zane no duda en adelantarse para atraparlo, pero el arlequín se oculta entre la gente y le perdemos de vista. Aun así le seguimos buscando con la esperanza de encontrarlo. Tengo que conseguir el guante a como dé lugar.
Preguntamos a una mujer por si lo ha visto, pero cuando se da la vuelta muestra que lleva una máscara y debajo de ella no hay nadie. Me caigo de espaldas al verlo. Zane, por otro lado, reacciona por instinto y golpea a la extraña. Esta se desmorona, revelándose como un simple vestido, una máscara y una peluca que se arrastran por el suelo.
Los curiosos se voltean para mirarnos, revelando que también son disfraces vivientes. Zane me ayuda a levantarme y escapamos lejos, sin atrevernos a mirar atrás.
Al abandonar la plaza, tropiezo con el taburete viviente, que huye de nosotros. Le seguimos hasta un callejón que huele a orina y, al adentrarnos en él, dos cubos de pintura, uno verde y otro amarillo, nos caen encima y luego escapan brincando.
Noto como la pintura húmeda cala mi ropa y se desliza por debajo de ella, infiltrándose en lugares que prefiero no describir. Es una desagradable sensación gélida y pegajosa, que se seca poco a poco. Me entran escalofríos.
Es en ese momento cuando descubrimos al arlequín de pie en un balcón que da al callejón, con los brazos apoyados en la barandilla, inclinándose hacia adelante. Su carcajada resuena en mis oídos. Aunque no entiendo de que se ríe, es él quien lleva mayas y viste un traje multicolor con adornos dorados ridículos.
—Sois muy divertidos —comenta el arlequín con una voz profunda.
—¡Tus bromas no tienen gracia, Alessio! —respondo con rabia.
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Editado: 14.12.2024