Al fin había llegado al departamento, aquel que sus padres compartieron años atrás cuando aún estaban vivos y que usaban cuando los negocios lo permitían, lamentablemente, Sarah nunca había estado en Parías, hasta ahora.
El portero la había recibido con tanta calidez y Jehan —el recepcionista— con su elegante acento francés se había mostrado muy alegre y carismático, pero su instinto de observación le había dicho que el pobre hombre odiaba su trabajo, monótono desde hace más de cuarenta años.
Cogió la llave que Jehan le había dado y la metió en la cerradura, tras una ligera vuelta a la derecha se escuchó un "clic" y entonces ésta cedió permitiéndole el paso a la propiedad. Con una sonrisa en el rostro, ella entró.
Las cortinas de seda blanca sobre las ventanas de cristal permitían la entrada de la luz solar, las paredes blancas transmitían paz y decoradas se encontraban con algunos retratos y paisajes parisinos. En algunas esquinas se encontraban unas mesas pequeñas circulares de cedro con una planta de plástico sobre ellas. Lucy Tydén era una amante de la naturaleza y el diseño de interiores, pero, cuando Sarah era niña solía correr por su casa en Londres tirando así las macetas, por lo que decidió cambiarlas por perfectos remplazos artificiales. La fina capa de polvo que se extendía por los muebles le daba un aspecto descuidado al lugar, pero nada que no se solucionara con un trapo y limpiador.
El recuerdo de unos tiempos felices eran producto de su vida pasada, sus padres habían formado una gran parte de ella, y jamás los olvidaría, porque al final de cuentas, habían sido ellos quienes le enseñaron valores como la honestidad y la justicia, pero el mensaje que Charles y Lucy habían tenido por su única hija había sido el amor, el perdón y la compasión.
Se acercó a la mesa de centro de la sala y cogió de ella un retrato de su familia. Soltó un suspiro de nostalgia al ver el hermoso cuadro de los tres frente al acantilado de Whitby Bay, el lugar en el que habían pasado las mejores vacaciones de su vida hacía ya varios años y que recordaría siempre como el lugar que cambió su vida para siempre, cuando estuvieron juntos en el lugar que inspiró a Bram Stoker. Whitby Bay, un lugar lleno de misterios y aventuras que habían cautivado a una pequeña niña de diez años cuya afición a los vampiros había comenzado por una novela de terror que su madre le regaló.
Sarah cerró los ojos acercando la fotografía hacia su pecho.
—¡Cómo los extraño! —murmuró estando a punto de soltar una lágrima, pero se contuvo y respiró profundamente. Dejó la fotografía en su lugar y se recostó en el sofá quedándose dormida después del agotador día que acababa de tener.
En su mente las palabras de Alexander seguían haciendo eco:
«El amor es la más grande dicha que un hombre puede encontrar».
× × ×
Sarah se encontraba perdida en la oscuridad, lucía un vestido rosa pálido y su larga cabellera rojiza caía sobre sus hombros haciéndola parecer más alta y esbelta.
La noche era iluminada por la bella luna llena que brillaba para inspirar a algún poeta enamorado, pero en el lugar en el que ella estaba no había otra cosa más que árboles.
«En fin c'est toi, en fin», escuchó en sus pensamientos una voz tan sedosa y dulce, digna de cualquier tenor respetado.
Esta vez no sintió temor porque sabía que no era real. El bosque de Beckov no era un lugar que se pudiese olvidar tan rápidamente. No después de haber sido atacada por un gran lobo negro deseoso de alimento.
Ella alzó la vista y lo que vio le sorprendió:
—¿Quién eres...? —Ella susurró—, el misterio que te rodea no me deja pensar —pronunció sin ser consciente de sus palabras. No era ella quién hablaba, sino su deseo de verlo, de encontrarlo después de tantos años.
En su interior sospechaba sobre la presencia de aquella figura tan extraña y familiar de pie a solo un par de metros de distancia.
—No hay misterios entre nosotros... —dijo aquel misterioso personaje que le miraba con dulzura.
Él, alto y de ojos oscuros le dedicaba una sonrisa seductora. Sus pálidas manos estaban escondidas en los bolsillos de su abrigo negro. Él dio unos pasos más hasta quedar frente a ella.
—¿Enemigo o amante...? —ella preguntó sin apartar la vista del hombre sin rostro.
—Eres mi delirio —murmuró sacando su mano derecha del bolsillo y acercándolo a su mejilla, pasándola sobre su piel sin tocarla—. Al fin eres tú, después de tantos años...
Esa voz pronunciando aquellas palabras le erizó la piel. Esa voz tan familiar pero tan desconocida a la vez la estremeció. Al darse cuenta, ella misma respondió a su pregunta sin necesidad de apartar la mirada de él:
—Nicolav... —susurró acercándose más a él hasta quedar a centímetros de distancia—, mi amado, eres tú —se aferró a sus brazos sin querer romper aquel momento. Sintió entonces cuando él le correspondió y colocaba una de sus manos en su nuca, aceptando aquel momento, experimentando de nuevo la sensación de poseer lo inalcanzable.
Aquel abrazo era el sinónimo de reencuentro. Después de seis largos años al fin podía volverlo a ver. Su momento eterno llegaría pronto, algún día ella moriría y se encontrarían en el más allá.
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Editado: 17.08.2021