Cuando era niño, Antonio hizo crecer cinco árboles de bugambilias en el patio de su colegio. Fue la primera vez que manifestó sus poderes. Se sintió tan cansado que acabó desmayándose, razón por la que solo recuerda los gritos de sus compañeros antes de perder la conciencia.
Creyó que era un sueño. Sin embargo, al despertar, su madre habló con él. Con un libro de páginas amarillentas y polvo en la cubierta, ella le explicó que no era el primero de la familia en nacer con el don. En épocas anteriores al tatarabuelo de la abuela, las personas que poseían capacidades mágicas eran respetadas y veneradas, ya que sus manos hacían crecer plantas en cualquier suelo, fértil o no. Recibieron nombres hermosos, aunque el favorito de Antonio era hijos de Perséfone: le gustaba la idea de ser descendiente de una diosa. Era mucho mejor que monstruo y engendro del diablo, además.
Ahora, observa el árbol de tonos morados. Jamás había hecho crecer una de ese color.
Se levanta con cuidado y se acerca a la rama más baja, intrigado. Las yemas de sus dedos rozan una de las flores, pero su mirada recae en la forma particular del tronco: en vez de ser recta, tiene curvaturas semejantes a las de un reloj de arena.
«Parece una silueta femenina», piensa, y de pronto llega a su memoria aquel mito griego sobre la ninfa que se convirtió en planta. Ese destino fatal enfureció al joven la primera vez que escuchó el cuento, y le pareció tan injusto que no quiso saber más sobre las crueldades de la mitología. Hasta que conoció a Rita.
Rita, la mujer de su vida. Rita, la defensora de los vulnerables. Rita, la muchacha de cintura pequeña y caderas anchas… similar al árbol frente a él.
La culpa se clava como la flecha que Eros le lanzó a Apolo. ¿Cómo acaba de comparar la belleza física de su esposa con el áspero tronco de su creación? Peor, ¿por qué sigue pensando en ella, extrañándola, si puede volver a casa y dormir a su lado? Todavía puede fingir que es un hombre corriente. Al menos hasta los siguientes dos o tres meses, cuando vuelvan a desatarse los síntomas y, luego de soportar más de tres semanas ignorándolos, sean tan fuertes que deba regresar a este sitio.
Exhausto, se recuesta a los pies del árbol. No quiere pensar. No quiere hundirse en la angustia tampoco, aunque eso es inevitable: mentir lo mata muy lentamente. Cierra los ojos, hunde los dedos en la tierra y se esfuerza por mantener la mente en blanco. Si acaso pudiera hablar con alguien sobre este asunto…, pero ¿quién está cerca? Nadie. Nadie de los que saben su origen y lo aceptan, claro. Sus padres fallecieron y su hermana se mudó a otra ciudad. Las personas que lo insultaron también están lejos, así que agradece no tener que lidiar con ellos.
Las lágrimas lo traicionan mientras divaga en recuerdos desagradables. Al principio son hilos finos, casi imperceptibles. Minutos después aumentan su volumen y cantidad, convirtiéndose en ríos de continuo caudal que recorren sus sienes hasta desembocar en el suelo. Está tan aferrado al dolor que tarda en notar las suaves caricias de las bugambilias al caer sobre sus mejillas.
Abre los ojos, confundido, y demora varios segundos en enfocar la vista. Pestañea varias veces e incluso se pellizca lo más fuerte posible para asegurarse de que no es un sueño: a pocos centímetros del rostro, una mujer de piel de corteza parece observarlo. Se desprenden pétalos morados de lo que simula ser su cabello, que acaban encima de él. Y cuando está por quitárselas, manos ásperas las apartan. La madera se agrieta de manera repentina.
—Disculpa, no sé cómo controlarlo.
Antonio ahoga un grito.