La aventura había llegado a su fin. Al cabo de una semana poniéndose a disposición de los Nielsen, ayudándolos con los quehaceres de la casa y habiendo cumplido la misión de llevar las provisiones para que soportaran sin sobresaltos el crudo invierno, Santino estaba listo para volver a casa, dispuesto a enfrentar los fantasmas que supo dejar atrás pero que, sabía, muy en el fondo, estarían aguardándolo con los brazos abiertos.
Aunque solo habían sido un par de días, en su mente permanecía fuerte la idea de que no existía vida a la que regresar, y solo podía sentarse al costado del camino a ver pasar el cadáver de las oportunidades perdidas y, lo que es peor, lo que más lo afligía, aquella historia de amor que nunca fue pero permanecía latiendo en su corazón.
Así las cosas, con un futuro que se auguraba gris, ya estaba con el bolso sobre su espalda, a punto de salir hacia el aeropuerto, cuando el rumor de un accidente sufrido por la señora Mirna, mientras regresaba de la casa de una amiga, puso los planes en pausa y encendió todas las alarmas habidas y por haber.
No podía irse y dejar a Jacinto al cuidado de su esposa convaleciente, mientras se hacía cargo también de los animales, a merced de los imponderables que se encaprichan siempre en aparecer en los mementos menos oportunos.
Su conciencia le impedía abandonar el barco a punto de hundirse o, lo que es igual, en este caso, cuando la crudeza del invierno estaba por azotar sin contemplaciones.
—Solo es un esguince querido —dijo mientras tomaba un calmante—, no debes preocuparte por mí; ya hiciste suficiente.
—Ella tiene razón —dijo Jacinto refregándose las muslos con las manos, dándose calor—. Debes irte ahora o no podrás hacerlo en los próximos meses.
—Sé que han sobrevivido casi setenta años bastándose ustedes solos, y que dirán que no necesitan unas manos extras para sobrellevar la situación, pero no voy a irme a ningún lado.
—¿Acaso te volviste loco?
—Ni lo intente Jacinto, me quedaré aquí con ustedes.
—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Mirna con la voz apagada, impotente.
—Por suerte es el siglo XXI y existen las videollamadas.
—¿Las qué? —preguntó el viejo abriendo enormes sus ojos tristes.
—Es una forma de vernos mientras nos comunicamos a la distancia.
—Pero tienes una vida en la Capital…
—Me expulsaron de la Universidad ¿Recuerda? No tengo otros planes más que hacerle la vida imposible a usted.
—¿Y qué hay de mi nieta? —preguntó frunciendo el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Me apenaría que tu decisión estuviera influenciada por tu pánico a enfrentar los sentimientos y aprovecharas la primera excusa que se te presenta para huir, como lo hiciste antes.
—No existe nada entre Martina y yo, créame —se excusó apenado, cabizbajo.
—Entonces yo tenía razón cuando dije que eras un cobarde.
—¡Jacinto! —lo regañó Mirna pretendiendo en vano detener el cúmulo de agresiones que iba en aumento.
—Solo digo la verdad —se excusó—. Se le nota en la cara que está enamorado de Martina, pero no tiene las agallas para luchar por sus sentimientos.
—Hagamos un trato —suspiró—. Me quedaré aquí, junto a ustedes, hasta que la señora Mirna se recupere y yo pueda regresar a mi casa; y cuando eso suceda, hablaré con Martina sobre lo que siente mi corazón.
—¿Y crees que una flor tan bella y radiante, estará esperando a que tú te decidas a desprenderte de tus miedos?
—Ni siquiera conoce a su nieta ¿Por qué piensa que estaría interesada en mí?
—Porque eres un gran chico ¿Y sabes cómo lo sé? Las cabras jamás se incomodaron con tu presencia en el establo.
—Muchas gracias Jacinto, eso será lo primero que le diga a Martina en cuanto la vea.
Tras un par de segundos de sepulcral silencio, todos rieron a carcajadas, desprendiéndose por fin de las tensiones que volvían el aire irrespirable, y terminaron por aceptar que era en vano intentar torcer una decisión tomada; máxime, cuando en el fondo, nadie dudaba de los beneficios que traería.
Sin embargo, por mucho que Santino estuviera convencido de permanecer hasta fin de año alejado de sus afectos, dispuesto a colaborar en lo que hiciera falta y, también, encariñándose con un paisaje cautivador y dejándose seducir por las bondades de sus habitantes; atentos anfitriones del forastero en apuros; no dejaba de ser cierto que extrañaba su casa y, especialmente, a una persona especial que no conseguía borrar de su cabeza.
—Hola —preguntó semi dormida, a mitad de la noche.
—Lamento haberte despertado, creo que perdí la noción del tiempo.
—¿Santino, eres tú?
—Sé que no quieres hablarme, pero necesitaba imperiosamente, como el agua, oír tu voz.
—¿Ya regresaste de tu viaje? —preguntó mientras se incorporaba, apurada por salir de la habitación y evitar así, despertar a su hermana—. Estaba comenzando a matarme no recibir noticias tuyas.