No se podía ver nada delante, y la luz de los faroles encendidos del auto no llegaban más allá de una cortina espesa de agua.
Una lluvia torrencial limitaba la vista, cerraba el cielo nocturno y obligaba a los transeúntes detenerse bajo cualquier techo que los amparara; los limpiaparabrisas no daban abasto para poder conducir con cierta normalidad, y los árboles se inclinaban pesarosamente por la fuerza de las gotas de agua. Adam Ellington tenía que andar despacio en su Mercedes Benz a través de avenidas y luego calles más estrechas hasta que al fin llegó a su destino: la casa de Tess Warden.
Con mucho cuidado, sacó el paraguas y lo abrió antes de salir del auto, cerró la puerta y caminó por el pequeño jardín delantero. Al llegar a la puerta, ya sus zapatos se habían mojado.
Sabía que hacía poco Tess vivía sola aquí con sus tres hijos, y que era un lugar mucho más decente y espacioso que el que había habitado antes. Sabía, también, que este cambio se debía a la generosidad de Heather Branagan, quien había puesto esta pequeña casa a disposición de Tess, una unifamiliar con techo a dos aguas, chimenea tradicional, jardín delantero y trasero, tres habitaciones y un sótano bastante grande.
Sabía mucho de Tess, la había investigado durante meses, y ahora al fin estaba aquí, para llevarla a una cita, una cita que había conseguido gracias a una serie de chantajes y cobros de favores. Afortunadamente, Tess tenía en buena estima a Georgina Calahan, la celestina de esta reunión, y no se había negado.
Llamó al timbre, y escuchó dentro voces infantiles. Segundos después, el rostro de una Tess despeinada y sorprendida apareció tras la puerta.
Ella no estaba vestida para la cita. Había llegado minutos antes de la hora acordada, pero a estas alturas, una mujer ya debía, por lo menos, llevar puesto un vestido. No. Ella llevaba una enorme camiseta, jeans, pantuflas, y el cabello corto a los hombros recogido en una pequeña coleta.
—Ah… Hola… —saludó ella mirándolo extrañada. Se estaba preguntando qué hacía él allí.
Aquello lo hizo reír. De verdad. Pero fue una risa dolorosa; algo le estaba doliendo profundamente en el pecho. Ella había olvidado su cita.
¿Por qué todo con Tess tenía que ser siempre tan difícil?
—Vine por ti —dijo, y la miró directamente a los ojos—, para llevarte a cenar.
Al principio, ella lo miró como si de repente se hubiera vuelto loco, pero poco a poco sus ojos gris verdoso se fueron iluminando.
—Oh —dijo al fin— Oh, Dios… Es… Es cierto. Yo…
—No te preocupes —dijo él afable—. Te esperaré.
—Pero yo…
—Te esperaré —insistió firmemente, y Tess se pasó una mano por su cabello, como si se preguntara si era absolutamente necesario lavarlo.
No supo qué dedujo, porque ella abrió del todo la puerta, lo dejó pasar a su pequeña sala y de inmediato corrió a una de las habitaciones.
—No tardaré —dijo, al tiempo que cerraba la puerta.
Adam se quedó allí, de pie en medio de una sala llena de juguetes esparcidos, la televisión encendida y los platos de la cena de los niños en el fregadero. Metió las manos en los bolsillos de su caro traje hecho a medida preguntándose si acaso no era un completo estúpido por decidir esperar a una mujer que había olvidado que tenía una cita con él. Esto jamás le había sucedido. Las mujeres no lo olvidaban; ellas, al contrario, insistían en volver a verlo. Pero Tess… Oh, Tess lo olvidaba una y otra vez. Una y otra vez; parecía incapaz de grabarse su cara, su nombre, y cualquier cosa relacionada con él, y dolía, dolía mucho.
—¿Quién eres? —preguntó una niña pequeña, y Adam la miró. Era Rori, la hermosa niña de cabellos oscuros y ojos verdes. Tras ella apareció su hermano mayor, Kyle.
Lo conocía también. Kyle tenía seis años, Rori cuatro. Y la pequeña chiquitina que salió de detrás de algún mueble, acababa de cumplir dos. Eran los hijos de Tess y August Warden.
Habían estado juntos solo seis años, y habían procreado tres niños.
Tres niños preciosos, tenía que admitir. Kyle y Rori eran muy parecidos a su madre, con el cabello oscuro y el mismo tono de piel. Nicolle era la rubia de la casa, aunque sus cabellos parecían más bien traslúcidos.
—Soy… un amigo —dijo, inclinándose un poco hacia la niña, y notó que, si bien la pequeña le sonreía, Kyle lo miraba con desconfianza—. Tú eres Rori, ¿no?
—¿Me conoces?
—Claro que sí. Me habían dicho que eres muy guapa, y tenían razón —la niña sonrió encantada por el cumplido, pero Kyle seguía mirándolo con cara de pocos amigos.
De pronto sintió que algo se tropezaba con él y miró abajo.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaba Nicolle aferrada a su pierna. Adam no pudo evitar sonreír inundado de ternura, pero cuando intentó alzarla y hacerle mimos, Kyle se apresuró a alejarla de él.
—No molestes al señor —le dijo Kyle a su hermana menor, que pareció molestarse y empezó a hacer remolinos para soltarse de él hasta conseguirlo, y con sus cortas y torpes piernecillas corrió de nuevo a él como si fuera el príncipe que lo salvaría de un horrible monstruo. Adam no dudó en alzarla, y entonces Nicolle le sonrió y recostó su cabecita en su hombro.