- Primera Parte -
Actualidad
En algún lugar de Latinoamérica
—Papá, papá —Me recibió mi niña tan pronto he llegado del trabajo. Ver sus lindas sonrisas cada día con mi llegada, lo era todo para mí. Tras de ella, iba mi niño, idéntico a mi chiquita, con sus ojitos tan negros como los de su hermanita. Aquellos eran, Ana y Andrés, mis gemelitos, la razón por la cual me rompía el lomo cada día. En las tardes, al llegar a mi casa, además de los chicos, me recibía el suculento aroma de la cena recién hecha y la sonrisa de mi bella esposa María al verme. Por mi parte, yo no podía ser tan feliz. Todo aquello, mi familia, el mundo en el que vivía parecía de ensueño.
Y aunque llegaba exhausto luego de mi jornada, cuando daba el paso a la noche, tenía los momentos más felices. Primero, jugaba un buen rato con los niños, luego cuando ellos dormían, me enredaba entre sábanas con mi amada esposa. No podía quejarme de nada, pues todo era perfecto, hasta que pasó lo inevitable, el momento de devolver el favor que me había hecho la vida.
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Cuando llegó un fin de semana, fuimos como siempre a la iglesia a dar gracias por todas las dichas. Pero ese último día, todo se palpaba muy extraño. No me sentía digno de estar allí en la casa de Dios, tanto como si le hubiese vendido el alma al mismísimo diablo.
Un pesar me acompañó todo el día, tanto que estaba pálido y mi mujer comenzó a preocuparse.
—Cariño, ¿te ocurre algo? —Preguntó a mi oído, agobiada. La observé a sus brillantes ojos negros y su inquietud era palpable.
—¿Tan mal me veo? —Me parecía increíble que mi malestar se reflejara en mi apariencia.
Ella asintió al tiempo que me acarició la barbilla. Y aunque su toque era algo que siempre me reconfortaba, la preocupación que me carcomía seguía ahí en mi pecho. Aun así hice todo lo posible por cambiar el semblante y mantener la normalidad durante el resto del día. De esa manera vi a mi Laurita mucho más tranquila.
Fuimos a comer y luego visitamos a los viejos de mi señora, con los que pude distraer la mente bastante. Sin embargo, la espina clavada en mi pecho seguía ahí. Y al caer la tarde, mi preocupación se acrecentó.
Fue extraño ver como la banderita roja de la caja del buzón estaba hacia arriba, informándonos que había correspondencia un domingo. Y mientras la familia fue hasta la casa, yo me quedé para buscar las cartas. Al abrir la pequeña puerta, mi corazón dio un vuelco y una mezcla de todas las sensaciones del día me invadieron. Encontré un sobre dorado, tan brillante que parecía irreal. Al voltearlo, me percaté que llevaba mi nombre impreso y al abrirlo era justo lo que esperaba. Era una carta de parte de Dimitri, quien regresaba a cobrar un viejo favor.
Ha llegado el momento de saldar una vieja deuda.
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Había roto la carta en pedazos, la había echado a la basura y no se habló de nada de eso, a pesar de las preguntas de María. Solo me limité a mentirle y a decirle que eran recibos de cuentas que ya estaban pagas. Con esa explicación ella pudo dormir tranquila. Pero yo no podía pegar el ojo en toda la noche. Así que agarré mi teléfono para ver la hora y al mirar la pantalla, noté un nuevo mensaje, al verlo, me percaté que iba acompañado con un mensaje que decía así:
Ha llegado el momento de saldar una vieja deuda. Negarse no es una alternativa.
Aunque quise contestar aquel mensaje, no había forma de hacerlo. Así que solo me tocaba esperar a que llegara el momento.
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Aunque habían pasado ya muchos años era fácil recordar las facciones de aquel horrible viejo al verme la primera y única vez que fui a ese lugar al que llaman 'El museo'.
—¿Un humano cualquiera aquí? ¿Cómo te has enterado? —Preguntó mirándome con desdén, tras una nube de humo que le ocultaba el rostro—. Eres como el quinto humano que ha cruzado la brecha entre nuestros planos, ¿cómo lo has hecho?
—Llevo años buscando al hombre que dicen que ha aprendido el arte de engañar la muerte. Y todo me ha llevado hasta usted —respondí nervioso ante la mirada perdida de aquel hombre.
El anciano se puso de pie, sin sacarse el gigantesco cigarro de la boca se acercó hasta mi y observó mis ojos. Sentí como de cierta forma conectó con mi alma buscando saber cuáles eran las razones de mi gesta para llegar hasta él.
—Si lo que buscas es la inmortalidad, es algo fuera de mis manos —dijo muy cercano a mi, arrojándome el humo en el rostro—. Si lo que deseas es sanar alguna enfermedad, yo no soy doctor, así que por donde mismo entraste puedes irte.
En su cercanía el viejo, tan delgado y oscuro como la rama de un árbol, parecía buscar la forma de intimidarme. Pero ante mi desesperación, no le tenía miedo a nada más que a lo que pasaría sino hacía algo para evitarlo.
—No busco la inmortalidad, sino, prolongar la vida de alguien.
—Eso iría contra las leyes de la naturaleza. No puedo ayudar de esa forma, y mucho menos meterme en asuntos humanos.
—¿Qué diferencia hay entre un arcano y un humano? Nacemos, morimos, sentimos. ¿Cómo puede ayudarlos a ellos y a nosotros no?